En el siglo XIX, Benito Juárez emprendió una batalla jurídica y política contra la Iglesia mexicana que terminaría en las célebres Leyes de Reforma. Éstas intentaban evitar de forma definitiva la injerencia de los actores religiosos dentro de la política mexicana. A su vez, las leyes intentaban trastocar los fueros del estamento religioso “desamortizando sus bienes”, lo que suponía quitarle los privilegios históricos a la Iglesia y también darle cauce al paradigma liberal de la “igualdad ante la ley”.
Juárez y sus seguidores consideraban que era fundamental para el desarrollo de México eliminar los privilegios del sector eclesiástico e igualar a los sujetos jurídicos. Era parte de un programa que buscaba consolidar cierto ideario independista que consideraba todo resquicio del pasado monárquico como un símbolo de opresión. Muchos liberales de la época pensaron que era una operación legislativa que entrañaba en sí un añejo deseo de justicia y de equilibrio social. Lo cierto es que la desamortización de los bienes comunales de la Iglesia mexicana obligaba a un procedimiento similar con las comunidades indígenas campesinas. La igualdad ante la ley se asumió de forma tajante y con ello se eliminaban también los “privilegios” que habían tenido las comunidades indígenas desde tiempos de Carlos V.
No es este el espacio para evaluar la conducta de Juárez respecto a sus compatriotas indígenas, ni de decidir si fue una medida con la que conscientemente se atentó contra ellos. Se trata más bien de recordar este episodio para reflexionar sobre el tema de la equidad social en México, y sobre el lento tránsito hacia el entendimiento del país como una nación que necesita de un derecho pluralista que no justifique jerarquías anti-democráticas, pero que tampoco promueva miopías igualitarias.
Parte importante del discurso legitimador que tuvo el PRI en su época de apogeo fue la de que en México todos éramos mestizos. Con esa retórica la élite gubernamental intentaba sustentar una política centralizadora; justificar un derecho homogéneo; y promover el mito de una identidad nacional que le permitía operar sin atender los problemas de las zonas empobrecidas en el país, sin considerar a los indígenas en la instrumentación de políticas públicas y sin la necesidad de negociar con ningún grupo social que no fuera la élite del país. El reduccionismo cultural traía consigo un simplismo en política que no pocas veces se tradujo en exclusión, desprecio y pobreza.
Muchos movimientos indigenistas a lo largo del s.XX intentaron recordarle al estado mexicano que su pretensión centralizadora era un disparate sustentado en la equiparación del blanco clasemediero urbano con “el mexicano”. En los últimos años, el EZLN ha sido uno de los movimientos más exitosos en el posicionamiento de una agenda que relativiza la idea de una mexicaneidad monolítica y la de un México que se construye sólo desde la óptica de la urbanidad y la ciudad. A los triunfos indudables del movimiento zapatista se suman los de las defensas valientes de municipios y comunidades indígenas como la de Cherán en Michoacán y la de la Tribu Yaqui en Sonora.
Cherán y los Yaquis son ejemplos claros de lo que significaría “México, nación pluricultural” (precepto constitucional muchas veces convertido en slogan vacío), pero también de la apropiación y pluralización del derecho. Son comunidades que han resistido el embate centralista y homogeneizador del estado nacional y han reivindicado el ideario del derecho social trazado en la Constitución de 1917: desarticulación del sistema de privilegios de los latifundistas porfiristas del s.XIX y XX y el reconocimiento de una pluralidad socio-cultural que no podía ser regulada en su totalidad por el Código Civil napoleónico importado por México en la segunda mitad del s.XIX.
El derecho social planteado en la Constitución de 1917 buscaba enmendar los errores del igualitarismo liberal de Juárez que había sometido a muchísimas comunidades a una tremenda desigualdad De Facto, justificada por el proyecto de la igualdad De Iure. Para los revolucionarios mexicanos del siglo pasado –sobre todo los de extracción indígena o campesina– era evidente que para completar la lucha de justicia social iniciada por muchos de los independentistas era fundamental reconocer las diferencias y buscar incluirlas en la configuración del estado mexicano y, por consiguiente, construir un nuevo derecho. Ese derecho debía garantizar la igualdad en el ejercicio de la ciudadanía con mecanismos jurídico-políticos que permitieran equilibrar la desigualdad social que se había recrudecido durante el último cuarto del siglo XIX y la primera década del XX. El reparto agrario, los derechos sociales (sistema universal de salud, educación y retiro), así como el municipio libre son las estrellas polares de esa estrategia.
Yaquis, cheranenses y zapatistas han entendido esto como una conquista jurídica que les pertenece, una conquista que se logra tras décadas de exclusión y en la que el postulado fundamental es el del equilibrio social a través de una distribución de los recursos donde se tiene que reconocer lo local. Esa participación activa en el orden jurídico nacional, esa apropiación de su derecho, es un expediente democrático fundamental que desde luego se enfrenta y se seguirá enfrentando con las ambiciones de políticos autoritarios y centralistas. Nada nuevo bajo el sol, pues casi cualquier apropiación del derecho suele acompañarse de una poco amable confrontación política y social, porque esa apropiación supone un límite claro a la fuerza y el poder que se ejerce desde los puestos de privilegio.
Interpretar las luchas de los municipios o comunidades indígenas por la participación en el control de los recursos naturales y culturales locales (i.e. Atenco y los Yaquis) como la búsqueda de privilegios injustificados, es el expediente de una visión de un México monolítico y homogéneo en donde los recursos deben distribuirse desde un centro de poder inquebrantable donde no cabe la diferencia. Si hemos de hacer nuestro el ideario de “igualdad ante la ley” de la Revolución Francesa que suponía desaparecer los privilegios estatamentales –tal y como querían los liberales del s.XIX–, también debemos hacer nuestro el ideario de los derechos sociales de nuestra propia Revolución, pues ese supone desmontar los privilegios de un sistema de mercado salvaje donde florecen las condiciones para un sistema de desigualdad donde se rompen las redes del tejido social.
No es este el espacio para evaluar la conducta de Juárez respecto a sus compatriotas indígenas, ni de decidir si fue una medida con la que conscientemente se atentó contra ellos. Se trata más bien de recordar este episodio para reflexionar sobre el tema de la equidad social en México, y sobre el lento tránsito hacia el entendimiento del país como una nación que necesita de un derecho pluralista que no justifique jerarquías anti-democráticas, pero que tampoco promueva miopías igualitarias.
Parte importante del discurso legitimador que tuvo el PRI en su época de apogeo fue la de que en México todos éramos mestizos. Con esa retórica la élite gubernamental intentaba sustentar una política centralizadora; justificar un derecho homogéneo; y promover el mito de una identidad nacional que le permitía operar sin atender los problemas de las zonas empobrecidas en el país, sin considerar a los indígenas en la instrumentación de políticas públicas y sin la necesidad de negociar con ningún grupo social que no fuera la élite del país. El reduccionismo cultural traía consigo un simplismo en política que no pocas veces se tradujo en exclusión, desprecio y pobreza.
Muchos movimientos indigenistas a lo largo del s.XX intentaron recordarle al estado mexicano que su pretensión centralizadora era un disparate sustentado en la equiparación del blanco clasemediero urbano con “el mexicano”. En los últimos años, el EZLN ha sido uno de los movimientos más exitosos en el posicionamiento de una agenda que relativiza la idea de una mexicaneidad monolítica y la de un México que se construye sólo desde la óptica de la urbanidad y la ciudad. A los triunfos indudables del movimiento zapatista se suman los de las defensas valientes de municipios y comunidades indígenas como la de Cherán en Michoacán y la de la Tribu Yaqui en Sonora.
Cherán y los Yaquis son ejemplos claros de lo que significaría “México, nación pluricultural” (precepto constitucional muchas veces convertido en slogan vacío), pero también de la apropiación y pluralización del derecho. Son comunidades que han resistido el embate centralista y homogeneizador del estado nacional y han reivindicado el ideario del derecho social trazado en la Constitución de 1917: desarticulación del sistema de privilegios de los latifundistas porfiristas del s.XIX y XX y el reconocimiento de una pluralidad socio-cultural que no podía ser regulada en su totalidad por el Código Civil napoleónico importado por México en la segunda mitad del s.XIX.
El derecho social planteado en la Constitución de 1917 buscaba enmendar los errores del igualitarismo liberal de Juárez que había sometido a muchísimas comunidades a una tremenda desigualdad De Facto, justificada por el proyecto de la igualdad De Iure. Para los revolucionarios mexicanos del siglo pasado –sobre todo los de extracción indígena o campesina– era evidente que para completar la lucha de justicia social iniciada por muchos de los independentistas era fundamental reconocer las diferencias y buscar incluirlas en la configuración del estado mexicano y, por consiguiente, construir un nuevo derecho. Ese derecho debía garantizar la igualdad en el ejercicio de la ciudadanía con mecanismos jurídico-políticos que permitieran equilibrar la desigualdad social que se había recrudecido durante el último cuarto del siglo XIX y la primera década del XX. El reparto agrario, los derechos sociales (sistema universal de salud, educación y retiro), así como el municipio libre son las estrellas polares de esa estrategia.
Yaquis, cheranenses y zapatistas han entendido esto como una conquista jurídica que les pertenece, una conquista que se logra tras décadas de exclusión y en la que el postulado fundamental es el del equilibrio social a través de una distribución de los recursos donde se tiene que reconocer lo local. Esa participación activa en el orden jurídico nacional, esa apropiación de su derecho, es un expediente democrático fundamental que desde luego se enfrenta y se seguirá enfrentando con las ambiciones de políticos autoritarios y centralistas. Nada nuevo bajo el sol, pues casi cualquier apropiación del derecho suele acompañarse de una poco amable confrontación política y social, porque esa apropiación supone un límite claro a la fuerza y el poder que se ejerce desde los puestos de privilegio.
Interpretar las luchas de los municipios o comunidades indígenas por la participación en el control de los recursos naturales y culturales locales (i.e. Atenco y los Yaquis) como la búsqueda de privilegios injustificados, es el expediente de una visión de un México monolítico y homogéneo en donde los recursos deben distribuirse desde un centro de poder inquebrantable donde no cabe la diferencia. Si hemos de hacer nuestro el ideario de “igualdad ante la ley” de la Revolución Francesa que suponía desaparecer los privilegios estatamentales –tal y como querían los liberales del s.XIX–, también debemos hacer nuestro el ideario de los derechos sociales de nuestra propia Revolución, pues ese supone desmontar los privilegios de un sistema de mercado salvaje donde florecen las condiciones para un sistema de desigualdad donde se rompen las redes del tejido social.
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