Testimonio de Yonatan Gher - Director de Amnistía Internacional Israel
Mi hermano y yo estamos viviendo el actual conflicto de Israel y Gaza de manera muy distinta. Él tiene 20 años, está haciendo el servicio militar y ha combatido en Gaza. Yo, por mi parte, soy el director ejecutivo de Amnistía Internacional Israel, organización que está realizando ahora un intenso trabajo de documentación y activismo sobre los aparentes crímenes perpetrados por ambos bandos en este conflicto. Soy también objetor de conciencia.
Mi trabajo no quita para que esté todo el tiempo muy preocupado por mi hermano y por otros familiares en situación similar. Cuanto se tiene una situación familiar tan complicada, lo mejor suele ser tomarse las cosas con humor, así que a veces bromeamos diciendo que si el resto del mundo responde al llamamiento de Amnistía Internacional a imponer un embargo de armas, yo iré primero a por su fusil.
En esta parte del mundo, el humor es una forma de hacer frente a situaciones tan espantosamente tristes. Desde el comienzo de este conflicto han muerto más de 1.800 palestinos y 64 soldados israelíes, así como 3 civiles a quienes han matado en Israel. Todas y cada una de estas vidas –de niños y niñas, bebés, personas ancianas, mujeres y hombres de Gaza e Israel por igual– son una tragedia. En Israel, el discurso público promueve la relatividad: si debes expresar tristeza por las personas que mueren en Gaza al menos no estés tan triste como cuando es un israelí al que matan. Y asegúrate de señalar que la culpa es de Hamás, también. Expresar tristeza sin más significa que algo malo pasa contigo: te deben de preocupan más ellos que tu propia gente, traidor.
Como me niego a tomar parte en esto y prefiero considerar sagrada toda vida, sin relatividad, sin contexto y sin justificación, me parece que el discurso de los derechos humanos es un buen refugio. Aunque los derechos humanos son un marco jurídico, están basados en un código moral superior de las naciones del mundo en su mejor forma. En Israel deberíamos tener una afinidad especial con los derechos humanos, pues se crearon tras la II Guerra Mundial para que, por medio de ellos, el mundo dijera “nunca más”.
Las naciones se reunieron y decidieron que tenía que haber límites al poder absoluto de una nación sobre su ciudadanía, así como sobre la de los países con los que esté en guerra. Es un código existente en el judaísmo desde hace siglos: Arvut Hadadit, responsabilidad mutua entre todas las personas o, como lo llama a menudo Amnistía Internacional, solidaridad. Se trata de que los países se ocupen los unos de los otros para garantizar que se reconoce a todas y cada una de las personas del mundo un conjunto de derechos adoptados colectivamente.
Israel ha apoyado siempre la creación de instrumentos de derechos humanos. Prueba de ello son la función activa que desempeñó en el establecimiento de la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados en la década de 1950 o algunas de las primeras buenas medidas adoptadas con respecto al Tratado sobre el Comercio de Armas, recién aprobado el año pasado.
Sin embargo, como hemos visto incontables veces, Israel usa un patrón para el resto del mundo y otro para sí mismo. Actos que constituyen claras violaciones de derechos humanos cuando los comete otro país son calificados de “políticos” cuando ocurren aquí, y si los criticas te acusan de “ignorar el contexto” o de lo preferido en Israel: “si nos criticas eres antisemita”.
Son las dos y media de la madrugada y acabo de sacar a mi hijo de cinco años de la cama. Estoy con él en el hueco de la escalera, la “zona segura” que nos corresponde, mientras suena la sirena antimisiles. Dentro de un minuto oiremos fuertes estallidos, que esperamos que sean del escudo defensivo al interceptar cohetes –cohetes que han lanzado para matarnos–. Mi hijo pasa las mañanas en el jardín de infancia, oyendo hablar de cómo nos protegen los soldados. Se jacta de su tío, el valiente soldado. Los niños hacen dibujos para enviárselos a las unidades militares de combate y colgarlos de los tanques y las piezas de artillería. Por la noche, mientras suena otra vez la sirena, me pregunta si en Gaza hay también sirenas. Le explico que los niños de Gaza no tienen ninguna, ni tienen tampoco escudo defensivo. “¿Qué tienen allí para proteger a los niños?”, pregunta.
Parece que la última línea defensiva que tienen los niños de Gaza, mi hijo y todos los civiles de ambos bandos es el respeto de los derechos humanos. Espero verdaderamente que haya más personas de todo el mundo dispuestas a entrar en acción para pedir a todas las partes combatientes que dejen de atacar a civiles e instar a su propio país a valerse de la Corte Penal Internacional y a imponer un embargo de armas, para protegernos así a todos.
Fuente: AI
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