Subscribete:

Leaderboard

martes, 27 de mayo de 2014

Cambio climático: el capitalismo, incompatible con la vida



Marx dividió la historia de la Humanidad según los modos de producción imperantes en cada etapa. El modelo analítico marxista sigue siendo válido hoy para historiadores, economistas, sociólogos y otros científicos sociales que tengan por objeto de sus investigaciones el conocimiento del pasado o el análisis del comportamiento del hombre a través de los tiempos. Sin embargo, si bien la categorización histórica elaborada por Marx y Engels ayuda muchísimo para comprender nuestro pasado y atisbar nuestro futuro, hay que escarbar un poco más en sus escritos para concluir que los modos de producción definidos se encierran en el único que hasta ahora hemos conocido: El capitalista, que es aquel mediante el cual un hombre o grupo de hombres –no tienen por qué ser los más listos, ni siquiera los más fuertes: interviene la fortuna, la desaprensión y la oportunidad- explotan a otros para su beneficio personal al tiempo que se construyen una moral justificativa ad hoc –las religiones- y se apropian sin recato de los recursos de la Naturaleza.






Durante los primeros modos de producción, el hombre depredador dominante tenía intención pero no los medios tecnológicos suficientes como para causar daños significativos al ecosistema. Un hombre o grupo de hombres podían tener a un millón de personas trabajando esclavizadas en canteras de piedra o cortando árboles, pero lo tenían que hacer con instrumentos manuales y su acción no impedía la regeneración del medio natural. Fue a partir de la revolución industrial –que acaeció en una pequeñísima porción del territorio emergido y hasta hace unas décadas no llegó al resto- cuando el hombre depredador comenzó a pensar que no tenía límites, que la naturaleza –al igual que al resto de sus semejantes- podía ser dominada y puesta a su servicio. El motor de explosión, la dinamita y la bomba atómica –hoy también internet y las nuevas tecnologías- le hicieron ver que se podía borrar del mapa una ciudad con todos sus habitantes, cambiar una montaña de sitio, poner puertas al mar, agujerear la Tierra hasta sus entrañas, cambiar el curso de los ríos, volar y desplazarse de un lugar a otro del planeta en menos tiempo del que antes se gastaba en ir de Barcelona a San Cugat, crear vida de la nada... Dios, aliado incondicional de los poderosos, había muerto: No hacía falta. La Democracia, que nunca contó con tan omnipotente aliado y sí con su enemiga, tampoco: Era un estorbo a la codicia.

En su afán por conocer y clasificar, los hombres también dividieron el tiempo en periodos, tocándonos a nosotros el Cuaternario, que caracterizado por la sucesión de largas glaciaciones y no más cortas desglaciaciones existe desde hace más de dos mil quinientos millones de años. En las etapas frías, los hielos llegaban hasta el Estrecho de Gibraltar; en los periodos cálidos se retraían hasta el lugar que más o menos todavía ocupan hoy. Lo que no ha ocurrido jamás en la historia es la desaparición total de la masa de hielo, hecho al que podríamos asistir dentro de unas décadas con las consecuencias imprevisibles para la vida que ello tendría.


Decía Manuel Azaña que en España había dos cosas claras: Una que no se leía, otra que llovía poco. La primera sigue siendo cierta, la segunda hay que matizarla porque llovía en la cornisa catábrica, en las zonas de influencia atlántica y en las cordilleras. Recuerdo que cuando iba al Instituto tenía que atravesar una parte considerable de la huerta de Caravaca -ciudad murciana situada en las estribaciones de la Sierra de Segura con una altitud de seiscientos cincuenta metros- sufriendo las consecuencias de un clima extremo. Desde Noviembre hasta finales de marzo los campos se teñían de blanco por la escarcha o la nieve, y el frío –hablo del Sur- superaba con frecuencia los siete grados bajo cero haciendo reventar las cañerías del agua potable. Si a eso añadimos que debido a la educación franquista era obligatorio ir a clase con pantalón corto y que ni en escuelas ni institutos había ningún tipo de calefacción, es fácil concluir que al menos en España estábamos muy cerca de la felicidad y que contribuíamos muy poco al cambio climático. La memoria es selectiva y por ello el cerebro de cada cual guarda una pequeña porción de recuerdos sin que necesariamente sean los más destacadas del itinerario vital. En mi caso, recuerdo el frío, un frío persistente y cruel que se hacía más patente en Navidad, cuando carentes de cualquier lugar de ocio dónde reunirnos salíamos a las calles para patinar en los enormes charcos helados. Sin embargo, también recuerdo que a finales de los años setenta y principios de los ochenta, la cosa comenzó a cambiar y aquellas Navidades frías, heladas, blancas, dejaron de serlo para convertirse en una especie de primavera disminuida en la que no era raro pasar una Nochebuena con temperaturas por encima de los quince grados. Fue por entonces –estudiaba Geografía en Madrid- cuando oí hablar por primera vez de cambio climático. Había profesores que hablaban de ello como algo natural debido a que estábamos sufriendo una desglaciación y otros que avisaban de que la acción del hombre estaba repercutiendo muy negativamente sobre el clima y la naturaleza en general. Acusados de alarmistas, muchos de los defensores de esta segunda opción fueron acallados por los medios de comunicación mientras los gobiernos, preocupados exclusivamente por el corto plazo y el crecimiento insostenible, hacían caso omiso a sus advertencias y recomendaciones. No es hasta 1997 que, alarmados por datos incontrovertibles que demostraban la disminución alarmante de la capa de ozono –imprescindible para la vida- y de los hielos, una serie de países firman el Protocolo de Kioto con el fin de disminuir la emisión de gases de efecto invernadero y el consumo de combustibles fósiles. Parecía que por primera vez, los gobiernos del mundo habían dado un paso en la buena dirección para combatir un cambio que a medio plazo amenazaba seriamente la vida. Empero, sólo fue un espejismo ya que los tres principales países contaminantes no aplicaron el protocolo: Estados Unidos, China y La India, permitiéndose además a quienes lo firmaron la posibilidad de contaminar más a cambio de dinero.

Pese a la evidencia y la insistencia machacona de científicos de todo el mundo, a las manifestaciones que durante años recorrieron las principales ciudades de Europa, nadie hizo caso, y sólo cuando los hechos parecen consumados, algunos dirigentes mundiales como Al Gore se han atrevido a lanzar una tímida voz de alarma. Hoy nadie en plena posesión de sus facultades mentales y éticas duda que la acción del hombre capitalista, del modo de producción capitalista, está destruyendo el medio natural que hasta la fecha nos ha permitido vivir. La tala salvaje de superficies forestales en los cinco continentes (no olvidemos que Europa tiene hoy la décima parte de bosques que en 1800), la emisión sin mesura de monóxido y dióxido de carbono, la utilización masiva de productos químicos altamente nocivos en la industria y la agricultura, la contaminación brutal de ríos y mares, el saqueo de los fondos marinos y de la superficie terrestre están hiriendo de muerte al ecosistema que nos mantiene, no al planeta: Al planeta no le hace ninguna falta el hombre y seguirá su andadura sin él.

El capitalismo, que vive días de gloria como nunca antes conoció debido a la impunidad con la que se mueve y a la irresponsabilidad de gobiernos y ciudadanos, ya ha quitado la vida a cientos de miles de especies incompatibles con su voracidad. Sin embargo, va a morir de éxito, porque un simple aumento de la temperatura media global de tres o cuatro grados haría imposible la vida humana en buena parte del mundo, porque los medios de consumo minerales y fósiles son finitos, porque la Naturaleza está harta del hombre depredador y a punto de decir lo que el género humano debió decir ha mucho tiempo: Hasta aquí hemos llegado. Sólo un consumo responsable, un desarrollo sostenible y armonizado, la disminución drástica de la emisión de gases, líquidos y sólidos contaminantes y un plan mundial de repoblación forestal científica podría detener o disminuir la catástrofe que el capitalismo nos ha traído, pero para eso hace falta que muera, matándolo: Es incompatible con la vida.

Por Pedro Luis Angosto
Ecoportal.net
Nueva Tribuna

No hay comentarios:

Publicar un comentario