Alma Delia Murillo
Septiembre 14 de 2013
Hay un lugar del cuerpo donde duele el país que llamamos nuestro país.
A mí me duele en el pecho y en la piel. Mi piel oscura, mestiza, mexicana.
Estuve el domingo pasado en el Hemiciclo a Juárez. Ahí andábamos mi hermana y yo, mi compañera de siempre, con la que tantas veces atravesé esta ciudad para ir a la escuela cuando éramos apenas unas niñas. Ella y yo solas, siempre sonrientes pero bravas cuando había que defender a la otra. Hacíamos infinitos recorridos con nuestro uniforme de escuela pública. Suéter rojo, jumper gris, camisa blanca, calcetas largas, piernas flacas, la fragilidad como emblema en el rostro. Pero nos sentíamos seguras brincando del camión al metro, leíamos o cantábamos durante el trayecto o nos quedábamos dormidas una sobre la otra abrazando nuestros libros y nuestras maletas con cinco mudas de ropa porque vivíamos en un colegio internado de lunes a viernes.
Estudiábamos para ser alguien en la vida. Siempre fuimos alumnas de escuelas públicas, siempre fuimos devoradoras de libros, siempre fuimos canela fina; ella más fina que yo, debo
decir. Recuerdo que desde entonces el mensaje social era uno: estamos en crisis.
Pero he aquí que un día nos alcanzó el desarrollo globalizador y escalamos varios peldaños en el estrato social para convertirnos en clase media. Y francamente no sé si me alegro. Esto es lo que pienso y lo diré sin rodeos: la clase media mexicana tiene el Síndrome de Estocolmo.
Que nos den, que nos cojan, que nos mantengan secuestrados y seguiremos amando a nuestros verdugos. Tanto, que no soportamos la vida sin ellos ni durante un par de sexenios.
Tanto, que nos endeudaremos por generaciones para que, sumando los años de trabajo de ustedes, los míos y los de toda nuestra esforzada descendencia, mantengamos encumbrado al hombre más adinerado del mundo y a toda su millonaria descendencia.
Hoy leí esta declaración de César Camacho (presidente nacional del PRI): “Las reformas no han despertado al México bronco”, dijo. Claro que no, si por algo las reformas fiscales tienen las fauces dirigidas hacia nosotros: el México pendejo.
Los que pagamos precios inauditos por la hipoteca de la casa, las colegiaturas, el alimento para mascotas, los servicios de teléfono y de internet, los medicamentos y agreguen a esta
lista lo que quieran. Los precios más altos a nivel mundial, precios inmorales y servicios de calidad ofensiva.
Pero es que estamos dispuestos a lo que sea para demostrar que somos superiores o que nos hemos superado.
- Nosotros: la indolente, adormilada, acomodaticia, domesticada clase media.
- Nosotros: el segmento cautivo pagador de impuestos y el segmento cautivo de Carlos Slim.
- Nosotros: los creyentes del éxito, de la excelencia, del yo hago mi trabajo.
- Nosotros: los que cargaríamos sobre los hombros nuestros bien amados automóviles antes que prescindir de ellos, pero que desde luego no caminaremos ni medio kilómetro organizados en manifestación alguna.
Y dejaremos que esa bola de revoltosos jodidos que están así porque no trabajan, se manifiesten por causas que también nos afectan pero les demandaremos que no nos arruinen el libre tránsito y que se quiten de nuestro Periférico porque lo hacen ver feíto.
Y aquí vuelvo al punto donde empecé. El domingo pasado miré a mi alrededor con mucha atención, ahí no estaba la clase media. No. Los clasemedieros queremos bienestar pero sin que los procesos de lucha social nos afecten porque sólo somos buenas personas haciendo nuestro trabajo y pagando impuestos como debe de ser.
Vaya declaración apocalíptica, robotizada, zombi. Nos hemos entregado sin resistencia a la dictadura perfecta: la del poder adquisitivo y la identidad simbióticamente vinculada al trabajo para generar capacidad de consumo.
Y por eso digo: que nos cojan, si hasta llevaremos el lubricante para facilitarle las cosas a nuestro agresor. Tengo que hacer una pausa para agradecer a los que siguen leyendo, estoy cierta de que muchos ya abandonaron esta soez lectura pero es que para hablar del abuso no se puede recurrir a la poesía, gente.
Pido indulgencia para mi vulgaridad. Sigo. El panorama se pone peor porque la clase media sólo es un México de los incontables Méxicos que somos. Si algo define a este país es la fragmentación.
Tenemos un Congreso dividido, un centro de la ciudad repartido: la plancha del Zócalo para la CNTE y el Hemiciclo a Juárez para los manifestantes del mitin por la reforma energética, una oposición que acompaña a Cuauhtémoc Cárdenas y otra que acompaña a Andrés Manuel, un norte del país repartido en un sinnúmero de cárteles del narco y para el sur otro tanto.
Unos que lloran porque no pudieron llegar al aeropuerto y perdieron su vuelo, otros que lloran de hambre y otros que lloran peregrinando como en una diáspora maldita por sus miles de
muertos, sus miles de ejecutados, de mutilados, de calcinados, de desaparecidos.
No hay causa que nos una: ni la educación, ni la reforma energética, ni la reforma fiscal, ni el hambre. Ni la muerte. Y por eso es que -aunque nos movamos- en realidad estamos inmóviles, atascados, empantanados, pulverizados. Chocando como insectos ciegos unos contra los otros.
Porque cuando los que hacen la política se unen, es sólo para pactar en su favor. Y nada más. Pretender que los líderes de un grupo o del otro renunciarán a sus egos descomunales para hacer un solo frente es no tener idea cabal de la condición
humana. A esos señores siempre les ganará el Yo, jamás el Nosotros.
Y la buena política se trata de unir, no de separar. Pero no: rotos, molidos como cristales contra el pavimento. Tengo que hacer otra pausa porque me voy hundiendo en la silla mientras escribo, necesitando desesperadamente un tequila y una canción de José Alfredo, el que componía así nomás, de silbidito. Y no presumía de poeta.
Tengo que parar porque me van entrando unas ganas de llorar que no me caben en el pecho. De llorar por los mismos dolores. Mi México en pedacitos. Mi pedacito de México. Tequila en mano, sigo.
¿Qué causa nos unirá a los mexicanos? ¿Cuándo dejaremos de creer en la aniñada fantasía de que todos somos iguales? Si fuéramos capaces de sostener una visión adulta asumiríamos que
todos somos diferentes. Y no lo digo yo sino la realidad que no hace brotar organismos a partir de ideologías sino de la potencia indomable de la vida.
Entonces tal vez podríamos reconstruirnos desde nuestras contradicciones, tejer una matriz sociocultural basada en la diferencia: asumir al diferente como recurso y fortaleza, como algo
bueno, como otro que –por fortuna– no es como yo.
Pero allá arriba de la pirámide hay un estándar al que aspiramos sin importar que para llegar a uniformarnos con ese ideal tengamos que mutilarnos de fondo y por completo. Por eso somos cada vez menos sociedad y cada vez más segmentos de consumidores. Qué peligroso, qué
tristeza.
Me pregunto que causa nos unirá a los mexicanos y también me pregunto qué es ser mexicano. Y no tengo respuestas. Tengo una inquietud que me carcome el alma. Y un amor por este hermosísimo país que es casi como un embrujo que me obsesiona y que, como todo amor verdadero, a ratos me duele y a ratos me colma con un gozo desbordante.
Y como ya llegué al fondo de mi caballito de tequila y no estoy en el rincón de una cantina sino yo sola en mi casa por la que pago una hipoteca salvaje, sólo se me ocurre agregar esto: hagamos que viva México, cabrones.
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