José Emilio Pacheco (qepd) |
En marzo del 2010 publiqué en el semanario madrileño El Siglo de Europa una entrevista con Pacheco. Su inesperada y súbita partida, este 26 de enero del 2014, sirve de macabra pero necesaria excusa para que los muchos lectores que el escritor tuvo en México y en el mundo puedan conocer un poco más del trabajo y el pensamiento del autor de Las batallas en el desierto. Descanse en paz uno de los grandes. Él se va, pero su recuerdo queda.
“MI TRABAJO ES INEXPLICABLE SIN LOS REPUBLICANOS”
El ganador de este año del principal galardón de las letras españolas cuenta, en conversación con El Siglo, el periplo de un escritor cuya obra encierra muchas claves del actual drama mexicano y bebe en las fuentes del exilio español. El próximo 23 de abril vendrá a España a recibir el premio de manos del Rey Juan Carlos. Por Oriol Malló (México D.F.)
Dice la leyenda que el poeta Antonio Gamoneda, Premio Cervantes 2006, aún no ha conseguido la tranquilidad para volver a escribir una línea. Secreta maldición de los consagrados que nunca buscaron el trofeo mayor. José Emilio Pacheco, uno de los mejores escritores de las Américas, ha lidiado recientemente con dos galardones que representan la cúspide de las letras hispánicas. El Premio Reina Sofía 2009 y el Premio Cervantes 2010. Justo cuando este autor, más bien tímido y calmado, pensaba retirarse de toda actividad pública. Normal que a sus setenta años este escritor se resienta de la presión del ritual: el complejo protocolo del galardón, donde ministerios, comunidades autónomas y universidades pugnan por resaltar su parte, la lista de invitados, recortada por la ominosa crisis, y la infinita cantidad de compromisos –entrevistas, conferencias, honoris causa– que abruman al hombre que nunca esperó convertirse en el centro de atención mediática.
Este poeta, periodista y narrador de fructífera carrera rebosa “mucha alegría y agradecimiento” a sabiendas de que el Cervantes “es una distinción que no esperaba y por la que inevitablemente se tiene que pagar un precio, no en monedas sino en algo mucho más valioso: las horas para siempre restadas al trabajo”. “Ni modo” es una fatalista aunque bella expresión mexicana para los imponderables que marcan la vida y deben ser aceptados. Aplica para su actual zozobra: “Escribir es siempre una carrera de obstáculos. Resulta difícil sobrellevar la atención mediática, que de todos modos agradezco mucho, pero más arduo todavía es sobreponerse a la indiferencia, la hostilidad y el silencio”. Quizás si sobrevive al 23 de abril, cuando recibirá el premio en Madrid, su asombrosa capacidad para la ironía, la memoria y el detalle den cuenta, en futuros relatos, de esta aventura en el mundo de las celebridades. “En mi caso sería un relato de ciencia ficción. Hay cuatro mil escritores en la lista del Nobel. Yo no figuro en ellas ni aspiro a ser incluido. Nunca esperé tampoco recibir el Premio Reina Sofía ni el Cervantes. Su obtención, que me parece milagrosa, colma todas mis expectativas. No ambiciono nada más. Mi única esperanza es seguir escribiendo”.
Esperanza de proseguir una obra que al decir de su amigo y escritor Sergio Pitol lo convierte en el “polígrafo perfecto”. Su novela corta Las batalllas en el desierto, por ejemplo, es todo un referente para los adolescentes de México que recitan su final como una mÁndala del fin de la inocencia: “Demolieron la escuela, demolieron el edificio de Mariana, demolieron mi casa, demolieron la colonia Roma. Se acabó esa ciudad. Terminó aquel país. No hay memoria del México de aquellos años. Y a nadie le importa. De ese horror, quién puede tener nostalgia. Todo pasó como pasan los discos en la sinfonola…”. El exiliado trostkista catalán Victor Alba contaba en sus memorias, Sísifo y su tiempo, que en la década de 1950 el Distrito Federal era la ciudad más bella del mundo pero todos cuestionan al oráculo sobre el sueño desvanecido: “Conocí a Víctor Alba pero, por desgracia, no he leído sus memorias en catalán. Le agradezco lo que dice de la Ciudad de México. Si volviera de entre los muertos no sé qué pensaría. No queda nada de aquel lugar en que vivió Víctor Alba. Todos nos hemos hecho la pregunta de Zavalita en Conversación en la Catedral: ¿en qué momento se jodió la Ciudad de México? Yo diría que el desastre interminable comenzó cuando la estúpida arrogancia nos llevó a organizar las Olimpiadas. El movimiento del 68 reveló lo que había tras el “milagro mexicano”. Y nunca nos repondremos de la matanza de Tlatelolco. ¿Quién tiene la culpa? La codicia, la corrupción, la ignorancia y la afrentosa miseria de la mayoría”.
Pecado original que el paso del autoritarismo a esta incierta, extraña y surreal democracia no parece haber redimido: “Todo salió mal. Se olvidó el arte de la política. Ya nadie quiere dialogar”. José Emilio Pacheco vivió los ambivalentes tiempos del desarrollo estabilizador que inició en 1945 y por tres décadas convirtió al país en un gigante industrial. Y cultivó la esperanza que la prosperidad, junto a la cultura y la educación, enterraran para siempre el México bárbaro. Fue en aquel crisol donde tuvo especial relevancia el exilio republicano español: “Mi nacimiento coincide con la llegada del Sinaia. Desde muy niño estuve ligado al exilio español. Es incalculable lo que me dio no sólo en la cátedra y en los libros, sino también en el aprendizaje extraoficial de las redacciones y los cafés y las salas de las casas. Todo mi trabajo es inexplicable sin la presencia de los republicanos. No creo que México haya sido reacio a lo español. Lo que pasa es que la relación entre el imperio y la colonia no termina nunca y, por otra parte, la mayoría de los españoles han ocupado siempre el lugar de los que tienen el poder y el dinero. Desde fuera muchas personas nos ven como el país más indígena del continente (y se olvidan de Bolivia, Guatemala y Perú) y otros como el más hispánico. ¿Te has fijado que sólo Madrid y México llaman del mismo modo a la hora de los alimentos: desayuno, comida y cena, aunque sea de lo más frugal?” Demasiada historia para tan corta entrevista: “El de España y México es un tema vastísimo y no puedo abarcarlo en una simple contestación”, acuerda Pacheco.
Al fin, la memoria del exilio es algo que el poeta gusta de rememorar para El Siglo: “Conocí a León Felipe, a Manuel Altolaguirre, a Emilio Prados, a Pedro Garfias y a Luis Rius. Pero mi relación más prolongada ha sido con Tomás Segovia. Asistí a las clases de Luis Cernuda y llegué a conversar con él algunas veces. Nunca desde 1958 he dejado de leer La realidad y el deseo. Sin embargo, en este sentido la persona más importante para mí fue Max Aub. Gracias a él leíamos los nuevos libros recién salidos en España. Su casa fue un lugar de encuentro como después la casa de los Taibo. Su mayor elogio era decirte de algo: ‘No está mal’. Pero imagínate lo que fue para mí que a los 20 años me incluyera en la Antología de la poesía mexicana que hizo para Aguilar. Después nos pagó el desayuno de nuestra boda porque no teníamos dinero para una recepción”.
Pieza de este engarce hispano-mexicano fue el suplemento México en la cultura que apareció desde 1949 en el periódico conservador Novedades, dirigido por el periodista Fernado Benítez. Connotados hijos del exilio –Miguel Prieto y su alumno diseñador Vicente Rojo, Adolfo Salázar en la crítica de música o Francisco Pina para la crítica de cine– se mezclaron con una nueva generación emergente –escritores como Carlos Monsiváis, Elena Poniatowska, Carlos Fuentes, pintores como José Luís Cuevas y un joven periodista llamado José Emilio Pacheco–. Grupo crucial que mereció el polémico título de mafia cultural mexicana. “La colaboración se dio desde el primer momento. Taller, la revista del joven Octavio Paz, fue una continuación de Hora de España.
Nueve años antes de “México en la cultura” apareció Romance (1940), dirigida por Juan Rejano con Miguel Prieto como director artístico. La mejor revista mexicana de la época, El hijo pródigo, de Octavio G. Barreda, es una muestra de esa labor conjunta. Pero nada iguala la importancia de la labor del exilio en el Colegio de México y el Fondo de Cultura Económica” Pero mientras el laureado escritor quisiera hablar de pasado y de memoria, de literatura en mayúsculas, la penosa sombra de la violencia planea siempre sobre la inexorable actualidad mexicana: “Existe una vigorosa novelística acerca del narco que ahora tendrá que reconvertirse en narrativa de esa nueva crueldad. Nueva porque antes había asesinatos pero no torturas ni decapitaciones. Ante estos hechos hay que reconocer la impotencia pero nunca guardar silencio”.
Uno de sus más celebrados poemas, “Alta traición”, escrito en 1969, recuerda la paradoja del poeta ante su nación: “No amo mi patria./ Su fulgor abstracto/ es inasible/ Pero (aunque suene mal)/ daría la vida/ por diez lugares suyos,/ cierta gente,/ puertos, bosques de pinos,/ fortalezas,/ una ciudad deshecha,/ gris, monstruosa,/ varias figuras de su historia,/ montañas/ y tres o cuatro ríos”. Pero quién sabe si aún Pacheco piensa igual. “Quedan lugares, destruidos, talados, borrados, contaminados. Pero como dijo Salvador Espriu en Ensayo de cántico en el templo, sin imaginarse México ni la situación de 2010, “yo también soy cobarde y salvaje” y “amo con un desesperante dolor/ mi patria pobre, sucia y desdichada”.
Por Oriol Malló
Tomado de radioamlo.org
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