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lunes, 23 de diciembre de 2013

¿ Y la reforma contra la corrupción, apá?



Senado de la República. Foto: Archivo


A estas alturas de diciembre, la pregunta por los motivos que la política mexicana ofrece para festejar el fin de año a los ciudadanos suspirantes por el interés público nacional ha entrado ya en su fase de mayor frenetismo, que incluso raya en lo obsesivo-compulsivo, ante la falta de respuestas racional y razonablemente aceptables. Y es que la emblemática figura del reformismo político, que es El Pacto por México, dio lo que podía dar y no más, dada su naturaleza de pacto de elites partidistas y su condición de divorcio estructural respecto de sus supuestas bases sociales y del interés público: paquetes de componendas constitucionales, carentes de visión estratégica, que son clara expresión de negociaciones truculentas en las que las elites de los partidos defienden soterradamente a los grupos de interés que representan y, sobre esa base, intercambian favores.

Desde la perspectiva del interés público nacional, hubiese sido un buen motivo de festejo la aprobación de una reforma laboral que pusiera fin a los contubernios entre los empleadores y las dirigencias sindicales, que precarizan las condiciones laborales, obstruyen la productividad y desalientan la inversión productiva. En lugar de ello, habrá que seguir lidiando con la falta de democracia y de transparencia sindical y, más aún, habrá que sumarle un marco legal sesgado a los intereses empresariales.

Desde la perspectiva del interés público nacional, hubiese sido un gran motivo para festejar una reforma educativa enfocada estratégicamente a promover una oferta de servicios educativos ajustada a los estándares internacionales de formación y a mejorar la atracción y retención de las jóvenes generaciones, en el entendido consensual de que no hay mejor política de equidad y combate a la pobreza que la política educativa. En lugar de ello, habrá que seguir lidiando con un sistema de instrucción pública plagado de vicios burocráticos y de prácticas hiper sindicalizadas, incapaz de una transformación radical de sus esquemas de gestión del conocimiento y, en la comparativa internacional, poco apto para elevar el nivel de la formación de los estudiantes; aunque, eso sí, más gobernable para el poder central en turno.

Desde la perspectiva del interés público nacional, asimismo, un buen motivo de festejo hubiese sido una reforma fiscal que, congruente con el principio de justicia, ampliara la base de recaudación, frenara los privilegios de los grandes inversionistas y, más aún, se orientara a gestar los impactos redistributivos de la riqueza. En lugar de eso, lo que hoy tenemos es una miscelánea fiscal, plagada de excepciones y tratos preferenciales, que denota los efectos de la presión de los grupos rentistas sobre los diputados y los senadores así como el cuidado de éstos para no dañar los contubernios de las dirigencias políticas con amplios sectores de la economía informal.

Desde la perspectiva del interés público nacional, un excelente motivo para festejar era la aprobación de una reforma energética que respondiera de manera conjunta y equilibrada a los imperativos de eficiencia en el manejo de los hidrocarburos y otras fuentes de energía y de un uso de la riqueza energética orientado a la promoción del desarrollo nacional, con especial énfasis en el manejo transparente, el combate a los contubernios existentes y, por sobre todas las cosas, en la superación de los riesgo del establecimiento de nuevos contubernios. En lugar de ello, lo que tenemos es una reforma de orientación privatizadora que puede ampliar significativamente la inversión extranjera directa y la base de recaudación fiscal, lo que en sí mismo no es menospreciable, pero que deja la puerta abierta al manejo discrecional de los contratos y a privilegiar ilegalmente a ciertas empresas a cambio de favores privados.

Desde la perspectiva del interés público nacional, un buen motivo para festejar hubiese sido una reforma político-electoral que sacara a los procesos electorales de la inmundicia en la que se encuentran: organismos electorales administrativos y de justicia secuestrados por los partidos políticos, carentes de autonomía; campañas políticas federales y locales cínicamente estructuradas para ver qué competidor dispone de mayores recursos para publicitarse y coaccionar el voto; amplias franjas de electores dispuestas a ceder su voto al mejor postor; y, como corolario de lo anterior, un amplio margen de oportunidad para el flujo de recursos ilegales hacia las campañas políticas, que a todas luces pervierten la representación política. En lugar de ello, lo que tenemos es una “solución” ocurrente, que es la creación del Instituto Nacional de Elecciones en un escenario de coexistencia con los institutos electorales locales, financieramente onerosa y que, además, pone en riesgo lo poco de rescatable que aún existe en el actual modelo: el IFE y su servicio profesional electoral y la posibilidad de implementar una política estatal en materia de educación cívica.

A propósito de lo anterior, no es de dudar que desde la perspectiva de los grupos rentistas, por definición buscadores de ventajas privadas, exista una versión cualitativamente distinta. Muchos grupos de interés libraron la amenaza de perder sus ventajas rentistas, por ejemplo, los grandes capitales que disponen de movilidad fiscal; liderazgos sindicales de peso electoral, vinculados a las dirigencias de los partidos políticos; liderazgos de las agrupaciones de la economía informal, que representan un valioso capital de movilización y de protesta; entre otros. El problema con sus indudables victorias es que lastran las posibilidades del desarrollo nacional y la satisfacción del interés público.

Pero de todos los motivos para festejar, una que ni siquiera barruntó en los horizontes de las deliberaciones reformistas fue la reforma para prevenir y combatir la corrupción. Lo que desde una perspectiva de interés público era de esperarse al respecto era un paquete de modificaciones constitucionales y legales que elevará significativamente la probabilidad de que los actos de corrupción queden impunes y, a la par, que ampliara los tipos penales e intensificara las sanciones. Como es evidente, aquí afloró el consenso entre tácito y explícito de las elites de los partidos políticos, consistente en no moverle al asunto, dado su común entender de que una batalla de esta naturaleza, los situaría a todos como perdedores netos.

En virtud de lo anterior, y bajo la premisa que la satisfacción del interés público nacional coloca a los intereses rentistas como damnificados, la pregunta relevante es, ¿y la reforma anticorrupción pa’cuándo, apá?

Por Francisco Bedolla Cancino*
* Analista político

@franbedolla

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