Detección de un activista en el zócalo capitalino el 13 de septiembre de 2013. Foto: La Jornada |
El secuestro del Zócalo capitalino por policías uniformados, la infiltración de marchas pacíficas por provocadores violentos, la difamación de los maestros disidentes por medios mercenarios, la negativa a consultar a la ciudadanía sobre la reforma energética y la negativa a relegir Luis González Placencia como titular de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal (CDHDF) configuran un escenario de pleno retroceso democrático. Solamente un sistema autoritario expulsa manifestantes pacíficos de su principal plaza pública, cancela la expresión pública de sus jóvenes, denigra a sus maestros, presta oídos sordos a la opinión pública y despide a quienes defienden las causas ciudadanas.
Paradójica forma de cerrar el ciclo de la llamada apertura democrática iniciado con la reforma electoral de 1977 y la Ley de Amnistía de 1978. En aquel momento el sistema político reaccionó de manera inteligente a la estrepitosa caída de la legitimidad gubernamental reincorporando a los disidentes a la vida pública y generando nuevos espacios para la participación política. En 1976 José López Portillo fue el único candidato presidencial con registro oficial, lo que evidenció claramente la esencia defraudadora del sistema electoral mexicano. Asimismo, la sangrienta represión gubernamental contra movimientos estudiantiles, campesinos y sindicales, y desde luego los dolorosos acontecimientos del 2 de octubre y el 10 de junio, junto a la valiente lucha de líderes de la estatura de Lucio Cabañas y Genaro Vázquez en Guerrero, habían ido convenciendo a muchos de que las vías institucionales para transformar el país estaban canceladas.
Frente a tal crisis de legitimidad, el secretario de Gobernación de López Portillo, Jesús Reyes Heroles, impulsó reformas democratizadoras. Por un lado, se declaró una amnistía general en favor de todas las personas acusadas de los delitos de sedición, o porque hayan invitado, instigado o incitado a la rebelión, o por conspiración u otros delitos cometidos formando parte de grupos e impulsados por móviles políticos con el propósito de alterar la vida institucional del país.
Por otro lado, se aprobó una histórica reforma electoral que legalizó e impulsó la consolidación de partidos de oposición. La reforma reconoció a los partidos políticos como entidades de interés público, redujo los requisitos para el registro de nuevos partidos, aumentó el financiamiento público para sus actividades, estableció su derecho al uso de los medios de comunicación y amplió de manera significativa la representación proporcional en el Congreso.
López Portillo no fue de ninguna manera un demócrata y su sexenio resultó ser uno de los más corruptos e ineficaces en la historia reciente. No se trata de idealizar al viejo PRI, sino solamente de rescatar un momento histórico importante en que un gobierno autoritario reaccionó de manera inteligente ante una situación difícil.
Hoy, en contraste, los gobiernos supuestamente democráticos encabezados por Enrique Peña Nieto, Miguel Ángel Mancera y Ángel Aguirre, así como los líderes políticos agrupados en el Pacto por México, caminan en sentido contrario. En lugar de responder con maestría democrática frente a la profunda crisis de legitimidad actual, se hunden en pánico e imponen una clara cerrazón autoritaria.
Como en las décadas de 1960 y 1970, provocadores y policías disfrazados agreden e infiltran las manifestaciones. Hoy como ayer se detiene arbitrariamente a ciudadanos, periodistas y defensores de derechos humanos. Minervino Morán y Gonzalo Juárez Ocampo, valientes dirigentes magisteriales de la Coordinadora Estatal de Trabajadores de la Educación en Guerrero (Ceteg), cuentan con órdenes de aprehensión del gobierno de Aguirre por sedición y motín. Y siete jóvenes yacen presos en las cárceles de Mancera acusados de ataques a la paz pública,ultrajes a la autoridad y asociación delictuosa durante la marcha del pasado 2 de octubre. Ellos son los presos políticos de este nuevo régimen democrático.
De manera similar a las elecciones presidenciales de 1976, las enormes irregularidades cometidas durante las elecciones presidenciales de 2006 y 2012 han evidenciado la verdadera naturaleza de los comicios como simples reacomodos de fichas entre poderes fácticos y mafias políticas. Y tal como ocurrió a lo largo de los años setenta, las movilizaciones sociales actuales empujan a muchos a cuestionar las vías institucionales para generar el cambio político y social tan anhelado por la población.
Algunas acciones estratégicas se presentan a corto plazo para defender nuestros derechos y encaminar la protesta social por la vía pacífica. En primer lugar, habría que recuperar el Zócalo para el pueblo. Una vez que termine la Feria del Libro de la Ciudad de México, el próximo 27 de octubre, habría que unir esfuerzos todos los ciudadanos dignos y conscientes para retomar la principal plaza pública del país como el espacio idóneo para la expresión ciudadana. Asimismo, habría que exigir a la Asamblea Legislativa del Distrito Federal que coloque a un verdadero defensor de los derechos humanos en la CDHDF, alguien con la independencia y valentía necesarias para defendernos de los próximos ataques de Mancera y Peña Nieto. Esta recuperación de los espacios e instituciones públicas establecería un escenario favorable para las próximas luchas en defensa del petróleo y en favor de una verdadera reforma educativa, fiscal y laboral.
Por John M. Ackerman
La Jornada/Octubre 14 de 2013
www.johnackerman.blogpsot.com
Twitter: @JohnMAckerman
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