Hace unos días, con el aval recién emitido por el Comité de Derechos Humanos de la ONU, dio inicio formal el proceso para la destrucción de la paquetería electoral utilizada en la jornada electoral de 2006. Básicamente, se trata de más de 200 millones de boletas y de varios cientos de miles de actas de escrutinio y cómputo utilizadas con motivo de las elecciones para presidente, senadores y diputados federales, las cuales llevaban más de siete años en bodegas especiales y bajo el resguardo de las fuerzas castrenses del Estado mexicano.
La peculiaridad del acto no estriba en el destino final de la papelería, que es su destrucción, puesto que la ley electoral instruye su realización cuando las elecciones llegan al punto de ser cosa juzgada, sino que éste haya debido posponerse casi siete años, a un costo de 1, 300 millones de pesos, y sin que al final hubiese prevalecido el sentido común, la razón pública, el derecho constitucional a la información pública, y lo que, sustancialmente importa, el interés y la certidumbre democrática de que quién gobernó el pasado sexenio lo hizo contando con la voluntad mayoritaria de las preferencias ciudadanas.
En tal contexto, viene a la mente la numeralia de la compleja maquinaria electoral federal que, entre cosas, presupone una movilización espectacular de recursos en cada año electoral: aproximadamente 5, 000 millones de pesos en costos operativos del IFE; 5, 000 millones en financiamiento público a los partidos políticos; cientos de miles de spots publicitarios; cientos de miles de funcionarios de casilla; y millones de electores acudiendo a las urnas; entre otros. Porque, a final de cuentas, se trata de una inversión colosal de recursos públicos, cuyo sentido y razón principales estriban en dar vigencia al derecho democrático a la elección de los gobernantes.
Así las cosas, si frente al reclamo legítimamente democrático de acceder a la información contenida en las boletas electorales y hacer un recuento para disipar cualquier duda, el Tribunal Electoral, primero; luego el Instituto Federal de Acceso a la Información Pública, después; y, por último, el Comité de Derechos Humanos de la ONU; bajo argumentos diversos, coincidieron en negar tal petición, la pregunta relevante a la que los representantes de dichas instituciones han de someterse es si tiene algún sentido la inversión pública y la participación ciudadana en las elecciones.
Entiéndase el punto: luego de la atroz negativa del Tribunal Electoral a instruir el recuento, el dilema dejó de ser si el gobierno de Felipe Calderón fue o no legítimamente democrático, para convertirse en uno que ponía en juego la vocación de las instituciones incidentes para permitir al público ciudadano el derecho a informarse del más público de los asuntos políticos: el resultado de las elecciones de 2006.
Los hechos están allí y son incontrovertibles. La diferencia entre la primera y la segunda fuerza electorales en 2006 fue menor de medio punto porcentual, lo que en sí mismo entrañaba una razón de peso para que, aún sin mediar reclamo o petición de parte, se hubiese optado por el recuento. Peor aún, si a eso se agrega la variedad y el peso de las irregularidades conocidas y reconocidas incluso por el propio Tribunal Electoral, el panorama luce más contundente: no hay razones públicas suficientes para avalar la decisión de impedir la transparencia y el acceso a la información de la información pública de mayor relevancia para la comunidad política nacional.
Si algún sentido públicamente relevante le es reconocible y argumentable a la destrucción de las boletas de las elecciones de 2006 es la pérdida de la oportunidad histórica de una confronta saludable, por informada, con nuestro pasado político-electoral. Hay quienes piensan –ingenuamente, a mi modo de ver– que Felipe Calderón realmente obtuvo más votos que AMLO; hay quienes piensan que, con la participación entre omisa y activa del IFE, tuvo lugar una fina, selectiva e innovadora estrategia de fraude; y hay otros que, además, piensan que hubo todo tipo de triquiñuelas a cargo de todos los competidores. Frente a las diversas e inciertas percepciones, lo único cierto es que viviremos en la condena de no saber a ciencia cierta qué paso, porque las instituciones, todas, se confabularon para negar a los ciudadanos el derecho a acceder a la información pública contenida en las boletas electorales.
En virtud de lo anterior, si un par de calificativos caben bien con la destrucción de las boletas electorales son los de triste y lamentable. Quizás tan triste y lamentable, o más, como la ignorancia y la arrogancia del Secretario Ejecutivo del IFE, Edmundo Jacobo, que no tuvo empacho en intentar alegremente hacer pasar esta atrocidad como un acto democrático y de credibilidad. Para muestra, este botón: "En este caso, el IFE incrementa su credibilidad al no transgredir ninguno de los procedimientos legales hasta llegar a este momento, tardamos 7 años, es mucho tiempo, pero así es la democracia".
Con ese tipo de declaraciones de sus altos mandos, no hace falta abundar en las razones de la crisis severa de liderazgo, visión estratégica, sensibilidad política y congruencia ética por las que atraviesa el IFE. En la visión teórica, política y axiológica de la democracia en las que se asienta el espíritu del 41 constitucional nada hay que permita hacer un festín de la quema de boletas, del oscurantismo y de la privatización de la información pública. Por el contrario, dicho espíritu apunta a la subsidiaridad, a la soberanía ciudadana, a la transparencia y a la ampliación de la libertad.
Probablemente, Edmundo Jacobo confunde democracia con Estado de Derecho y, por eso mismo, le parece que con el mero cumplimiento de una sentencia judicial se honra la democracia. Quizás es demasiado tarde para hacerle entender a este funcionario electoral que la decisión legal de destruir sin revisar las boletas actualiza la probabilidad, develada por la teoría política de cuño reciente, de que el Estado de Derecho pueda encaminarse hacia un rumbo contrario al de la democracia y, por si fuese poco, al de la credibilidad y la confianza ciudadanas.
Una pequeña dosis de sensibilidad, conocimiento e inteligencia son más que suficientes para darse cuenta que la destrucción forzada de las boletas colocan al IFE como el gran perdedor, porque ahora no podrán contrarrestar los costos en imagen y credibilidad que le impuso su controversial actuación en las elecciones de 2006.
Por Francisco Bedolla Cancino*
*Analista político
@franbedolla
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