El poder del Estado siempre ha ido de la mano con la violencia. La utilización de la violencia es, en última instancia, la manifestación más clara de quién detenta el poder, concretamente el poder impositivo. La relación entre Estado y violencia es tan importante que una de las definiciones fundamentales sobre su naturaleza básica, elaborada por el sociólogo alemán Max Weber, a principios del siglo XX, describe al Estado moderno como “una asociación de dominación de carácter institucional que ha intentado con éxito monopolizar la violencia física legítima dentro de un territorio como medio de dominación”. Según esta definición, cuando existe un monopolio legítimo de la violencia física, estamos frente al poder estatal. A la violencia física legítima que ejerce el Estado se le llama también fuerza pública.
El uso de la fuerza pública, es decir, el uso exclusivo de la violencia por parte del Estado es una posesión que implica una concentración del poder. “Vencer a alguien es privarlo de sus armas”, señala Michel Foucault. El monopolio de la violencia por parte del Estado es una expropiación al resto de la sociedad y esta expropiación debe ser públicamente justificada para que la sociedad no se sienta vencida ante el poder. Es necesario mantener señales claras de que el monopolio de la fuerza pública favorece a la sociedad en lugar de amenazarla. La democracia refuerza el hecho de que el uso de la fuerza pública siempre debe ser legítimo y no estar a discreción sólo de la clase política. Por eso el uso de la fuerza pública, en un Estado democrático, nunca es un elemento de aplicación aislada, sino que se encuentra fuertemente relacionado con otra gran característica: la impartición de justicia.
Toda legitimidad de la fuerza pública depende de la justicia que busca ejecutar, hacer valer, ejercer y respaldar. Sin una lógica de la justicia que esté detrás, la fuerza pública se vuelve pura violencia. La justicia puede ser interpretada desde un discurso puramente formal como una infracción a la ley, pero esta justificación sólo tiene sentido si la ley que se ha infraccionado es también una ley legitimada ante la sociedad. En otras palabras, la legitimidad en el uso de la fuerza pública tiene que ser demostrable, no sólo de manera formal, jurídica e institucional, sino de forma política: la sociedad debe estar convencida de que lo que se está defendiendo es el pacto social, el bien mayor y no el interés particular. Es en la buena política donde se encuentra el conjunto de razones para la obediencia social y es en la mala política, donde se inician las posibilidades de la sublevación, tal como lo dice Fernando Savater. Sólo con la buena política, asentada en la justicia, existe un reforzamiento democrático y no una vuelta al autoritarismo.
Con el avance significativo que, en las últimas dos décadas, han tenido los derechos humanos, la legitimidad en la aplicación de violencia se ha visto transformada y reducida. La educación para la paz, las técnicas de resolución de conflictos, la observación internacional de los problemas internos, han agrandado el sentido de la justicia al que debe suscribirse el Estado. El movimiento civil mundial ha ampliado la agenda previa que se debe agotar antes de pensar en el uso de la fuerza pública. Lo anterior impacta la propia noción de que el Estado debe estar, necesariamente, fundamentado en el control de la violencia. Se trata de que otra serie de ideas, las que surgen del diálogo nacional, sean capaces de adquirir su fuerza expositiva ante la violencia.
Hablamos de contraponer la diversidad de las palabras contra el monopolio de la violencia. Hacer del diálogo una fuerza pública y encontrar otros fundamentos para el Estado.
¿Hay alternativa entonces al uso de la violencia estatal? Quizá vengan bien las palabras de Albert Camus, en su libro El hombre rebelde: “de los fundamentos del Estado se deduce evidentemente que su fin último no es dominar a los hombres ni acallarlos por el miedo o sujetarlos al derecho del otro, sino por el contrario libertar del miedo a cada uno para que, en tanto sea posible, viva con seguridad, esto es, para que conserve el derecho natural que tiene a la existencia, sin daño propio ni ajeno. Repito que no es el fin del Estado convertir a los hombres de seres racionales en bestias o en autómatas, sino por el contrario que su espíritu y su cuerpo se desenvuelvan en todas sus funciones y hagan libre uso de la razón sin rivalizar por el odio, la cólera o el engaño, ni se hagan la guerra con ánimo injusto. El verdadero fin del Estado es, pues, la libertad”.
El uso de la fuerza pública, es decir, el uso exclusivo de la violencia por parte del Estado es una posesión que implica una concentración del poder. “Vencer a alguien es privarlo de sus armas”, señala Michel Foucault. El monopolio de la violencia por parte del Estado es una expropiación al resto de la sociedad y esta expropiación debe ser públicamente justificada para que la sociedad no se sienta vencida ante el poder. Es necesario mantener señales claras de que el monopolio de la fuerza pública favorece a la sociedad en lugar de amenazarla. La democracia refuerza el hecho de que el uso de la fuerza pública siempre debe ser legítimo y no estar a discreción sólo de la clase política. Por eso el uso de la fuerza pública, en un Estado democrático, nunca es un elemento de aplicación aislada, sino que se encuentra fuertemente relacionado con otra gran característica: la impartición de justicia.
Toda legitimidad de la fuerza pública depende de la justicia que busca ejecutar, hacer valer, ejercer y respaldar. Sin una lógica de la justicia que esté detrás, la fuerza pública se vuelve pura violencia. La justicia puede ser interpretada desde un discurso puramente formal como una infracción a la ley, pero esta justificación sólo tiene sentido si la ley que se ha infraccionado es también una ley legitimada ante la sociedad. En otras palabras, la legitimidad en el uso de la fuerza pública tiene que ser demostrable, no sólo de manera formal, jurídica e institucional, sino de forma política: la sociedad debe estar convencida de que lo que se está defendiendo es el pacto social, el bien mayor y no el interés particular. Es en la buena política donde se encuentra el conjunto de razones para la obediencia social y es en la mala política, donde se inician las posibilidades de la sublevación, tal como lo dice Fernando Savater. Sólo con la buena política, asentada en la justicia, existe un reforzamiento democrático y no una vuelta al autoritarismo.
Con el avance significativo que, en las últimas dos décadas, han tenido los derechos humanos, la legitimidad en la aplicación de violencia se ha visto transformada y reducida. La educación para la paz, las técnicas de resolución de conflictos, la observación internacional de los problemas internos, han agrandado el sentido de la justicia al que debe suscribirse el Estado. El movimiento civil mundial ha ampliado la agenda previa que se debe agotar antes de pensar en el uso de la fuerza pública. Lo anterior impacta la propia noción de que el Estado debe estar, necesariamente, fundamentado en el control de la violencia. Se trata de que otra serie de ideas, las que surgen del diálogo nacional, sean capaces de adquirir su fuerza expositiva ante la violencia.
Hablamos de contraponer la diversidad de las palabras contra el monopolio de la violencia. Hacer del diálogo una fuerza pública y encontrar otros fundamentos para el Estado.
¿Hay alternativa entonces al uso de la violencia estatal? Quizá vengan bien las palabras de Albert Camus, en su libro El hombre rebelde: “de los fundamentos del Estado se deduce evidentemente que su fin último no es dominar a los hombres ni acallarlos por el miedo o sujetarlos al derecho del otro, sino por el contrario libertar del miedo a cada uno para que, en tanto sea posible, viva con seguridad, esto es, para que conserve el derecho natural que tiene a la existencia, sin daño propio ni ajeno. Repito que no es el fin del Estado convertir a los hombres de seres racionales en bestias o en autómatas, sino por el contrario que su espíritu y su cuerpo se desenvuelvan en todas sus funciones y hagan libre uso de la razón sin rivalizar por el odio, la cólera o el engaño, ni se hagan la guerra con ánimo injusto. El verdadero fin del Estado es, pues, la libertad”.
Por Mario Edgar López
La Jornada Jalisco
Junio 15 de 2013
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