Hasta ahora, como quien tiene estudiado el campo de batalla y se ha preparado para enfrentar las más acres descalificaciones, los altos funcionarios gubernamentales han esgrimido una estrategia declarativa bien enfocada y bastante puntual en torno del acto de encarcelación de Elba Esther Gordillo, popularmente bautizado como el “elbazo”. Se trató, insisten una y otra vez, de una acción vindicatoria del Estado de Derecho. Así, frente a las previsibles comparaciones con la decapitación del SNTE acaecida en los albores del sexenio salinista, el argumento para la decapitación actual estaba listo: hay una mar de diferencia entre el quinazo y el elbazo, pues a diferencia de lo sucedido con el entonces líder vitalicio del magisterio, el profesor Carlos Jongitud, la detención y encarcelamiento de la lideresa no se basaron en la siembra dolosa de pruebas incriminatorias, sino en una investigación sistemática y en un cúmulo de pruebas fehacientes que acreditan las acusaciones de delincuencia organizada y lavado de dinero.
Sin desatender la validez los aspectos del cuidado de la legalidad y el debido proceso enfatizados en la línea del discurso oficial, e incluso dando como ciertas las diferencias entre ambos procesos de decapitación del SNTE, “el quinazo” y “elbazo”, resulta posible sostener, con una base igual o mayor de evidencias y argumentos, que el móvil decisivo de dicha acción fue la restauración del principio presidencialista, una especie de vuelta de timón de 180 grados hacia la era dorada del régimen político anterior a la alternancia y a la transición, en el que, muy a la mexicana, la voluntad del presidente en turno era punto menos que inatacable. En esta línea de interpretación abona precisamente la emblemática y publicitada declaración de EPN de que “no hay intereses intocables…” o, mejor dicho, que todos los intereses son tocables por el presidente.
Así, en los albores del presente sexenio, hay fuertes indicios de que estamos colocados frente a una encrucijada histórica, cuyo derrotero hipotecará para bien o para mal el futuro nuestro y el de las próximas generaciones: o Estado de Derecho
y, por ende, el imperio irrestricto de la ley sobre las personas, o restauración presidencialista y, por lo mismo, el imperio de la voluntad del presidente en turno sobre los mexicanos.
Con todo respeto para los artífices de la retórica oficial, y previo reconocimiento a la legalidad de los actos promovidos por la PGR en el elbazo, resulta un despropósito inferir que hemos dado el primer e irreversible paso en la ruta hacia la forja de un Estado de Derecho. Si las reglas del saber y la experiencia humana acumuladas nos dicen algo significativo sobre este particular, es precisamente que no puede avanzarse en esta línea al margen de cambios institucionales impulsados con decisión e inteligencia, que incidan efectivamente en la prevención, persecución y sanción de los actos de corrupción y de impunidad, sin importar filias, fobias, tiempos, lugares, magnitudes o intensidades.
Lo que hasta ahora hemos visto, dicho con toda crudeza, no es mucho más que un acto sonoro y sonado de la voluntad presidencial que, cuidadosa de las formas jurídicas, se aprestó a librar un combate frontal en contra de una lideresa corporativa y corrupta, que, por si fuese poco, encabeza una oposición frontal en contra de uno de los estandartes de El Pacto por México: la reforma educativa. A favor de dicho acto, cabe precisar, abonan el repudio y los sentimientos de agravio popular ganados a pulso por la protagonista y manejados magistralmente en el discurso oficial. Sin menoscabo de ello, vale precisar que la popularidad de una medida ni sus aportes catárticos sustituyen el ingrediente sustancial en la forja del Estado de Derecho: instituciones estatales sólidas, eficientes y aptas para ganarse la confianza ciudadana.
Sin percatarse de ello, quienes alientan descuidadamente la opinión de que el elbazo autorizado por EPN significa el comienzo del fin de la corrupción y la impunidad en nuestro país, son confesos paladines de la ruta que conduce, quizás de modo inexorable, a la restauración del presidencialismo a la mexicana, entre otras razones, porque creen que la voluntad presidencial, aun sin instituciones implementadoras de sus decisiones, es condición suficiente para impulsar un cambio estructural.
En medio de las dudas que hoy nos asaltan, una cuestión positiva es que el escenario político de corto plazo reboza de hipótesis nulas para la línea oficialmente asumida de que vamos “en caballo de hacienda” hacia el Estado de Derecho: el tratamiento que se otorgue a los tristemente afamados y presuntamente corruptos miembros de la clase política afín al partido en el poder. Si en tales casos termina por imperar la impunidad, la conclusión inevitable es que en nuestro país puede practicarse la corrupción, a condición de no enemistarse con el presidente.
A propósito del escenario de la restauración del presidencialismo, simplismo aparte como los criticados por Luis F. Aguilar o Jorge Castañeda, entre otros, es pertinente aclarar que, de ser viable, no se trataría de una calca del existente en el siglo anterior, sino de una adecuación sofisticada a los imperativos y la mayor complejidad del siglo XXI. Mal que bien las instituciones de nuevo cuño y presuntamente autónomas como el IFE, el IFAI, el Banco de México, el Tribunal Electoral, entrañan obstáculos dignos de consideración a la voluntad presidencial, y otro tanto hacen los así llamados partidos políticos de oposición.
Hoy, la moneda está en el aire. Mas, si alguien duda de que existe una fuerza histórica que apunta hacia la restauración presidencialista, baste con ver las reformas aprobadas por el conclave priista en sus documentos básicos. Su alineamiento total a las directrices de EPN y la membresía formal de éste dentro del órgano máximo de dirección del PRI apuntan incontestablemente hacia la reconstitución de la disciplina partidaria a ultranza, pilar histórico de las siete décadas de dominación de antaño. El otro pilar del presidencialismo, las redes corporativas, también podemos suponer que ha entrado en proceso de reconstitución, y que en él, pueden tener un papel preponderante los circuitos de negociación con una oposición partidaria corporativizada y el control partidizado de las instituciones formalmente estatales. He ahí algunas de las claves de materialización del neopresidencialismo.
Por Francisco Bedolla Cancino*
*El autor es analista político mexicano
*El autor es analista político mexicano
losangelespress.org.
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