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La historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases. Así lo demostró la ciencia obrera de Marx y Engels en El Manifiesto de 1848, donde no hay avance de las sociedades sino por el derrocamiento de los esclavizadores por los esclavos, de los monarcas por los burgueses, y de los burgueses por el proletariado. En cada cual se ha usado necesariamente la violencia; la violencia revolucionaria –es decir, la violencia para la justicia y la libertad del pueblo oprimido-, contra la violencia reaccionaria de los poderosos.
Así con México. El apóstol Miguel Hidalgo y Costilla entendió que no habría emancipación para los pueblos mexicanos si no dotaba a los indios del Bajío de un machete y una razón para combatir el virreinato español. Se hizo de las habilidades militares de los Generales Ignacio Allende y Juan Aldama con un Ejército inicial de mil indígenas hasta convertirlo en 90 mil hombres y mujeres que pasaron del machete al fusil para lograr la liberación.
No se diga con la Guerra de Reforma. El Presidente Benito Juárez y su gabinete convertido en comando revolucionario aprestaron a los Chinacos juaristas en una guerra de guerrillas por la Sierra Madre Oriental -100 años antes que el Che Guevara teorizara sobre éste método-, bajo las órdenes del General Juan N. Álvarez para vencer a la reacción conservadora mexicana y al Ejército francés, el entonces más poderoso del mundo.
Y después, la Revolución de 1910, donde no sólo privó el fusil desde el sur hasta el norte, sino que se armó de ideología anti burguesa inspirada en las revueltas obreras de la Liga de los Comunistas franceses e ingleses de finales del siglo XiX. De ello se dotaron los textos de Ricardo Flores Magón y del General villista Felipe Ángeles.
No es casual que traicionados los primeros ideales revolucionarios, un grupo de militares se apostaron como nueva clase opresora y crearan la llamada “ideología de la Revolución Mexicana” para conformar las aspiraciones revolucionarias de la mayoría de obreros y campesinos que para 1919 seguían resistiendo su condición de explotados.
Pero todo, o casi todo, se creyó solucionado, y aquellos fusiles convertidos en leyes burguesas que condenaron a todo mexicano que criticara y luego organizara acciones para el derrumbamiento de aquel Estado opresor que al día de hoy ha madurado como un México de desarrollo capitalista intermedio, dueño de sus propios monopolios que no sólo esclavizan trabajadores en el país sino también en el extranjero, incluyendo los Estados Unidos, mediante las mineras asentadas en Texas de Minera México.
Y 82 años después -incluidos dos sexenios panistas más la inicial nueva minúscula presidencia de Enrique Peña Nieto-, el sistema de predominio de relaciones mercantiles se afianza en México. Las reformas estructurales que se abren con la Reforma Laboral, liquidan la economía central y el tejido de derechos sociales que el Estado debe asegurar de manera gratuita y efectiva, incluido el empleo, la educación, salud y prestaciones laborales para el bienestar y el retiro. En suma, la suplantación absoluta de lo humano por el dinero.
¿Es posible cambiar pacíficamente y por la vía electoral casi un siglo de supremacía del capital en México? ¿Un empresario multimillonario, renunciaría a su dinero si lo perdiera en una simple subasta? Y más aún ¿lo pondría en juego? La respuesta es obvia: Nunca. Así pues, los detentores del poder institucional no han de exponer por la vía de la subasta del voto lo que por décadas les ha costado construir.
Más aún cuando de la Presidencia del país dependen las aprobaciones legales y políticas de los más jugosos negocios transnacionales dedicados a la explotación de los recursos públicos y ambientales, y desde ahí se ordena la represión armada de las protestas sociales que se oponen a ellos. En conclusión: la estructura de Estado se ha conformado de tal manera que logre preservar el dinero y el poder del multimillonario, sin dejar, siquiera, que alguien diferente a él, aunque con el mismo negocio, lo suplante. Tres fraudes electorales lo demuestran.
Ya lo dijo aquel priísta enemigo de la clase trabajadora y líder de la CTM, Fidel Velázquez: “A balazos llegamos, y los votos no nos sacarán”. Y tras cuarenta años de dominación de la central obrera más grande de México, subyugada a las órdenes del PRI, el viejo tipo debió saber de lo que hablaba.
La toma de la Presidencia por Enrique Peña Nieto el primero de diciembre dio cuenta de una pequeña muestra de la sociedad enardecida que algunos periodistas aún se atreven negar, enceguecidos por los sobres de dinero que desde Los Pinos les arrojan a la cara. Son ellos, es decir, los medios de comunicación institucionalizados, quienes se encargan de negar el deterioro y condenar a quienes incendian el uniforme del policía en defensa propia, bajo epítetos de “vándalos” o “radicales”, que seguramente aprendieron en las láminas de papelería, incapaces de observar y analizar los hechos más allá de las órdenes editoriales que les dicta su amo capitalista.
Una semilla de odio social justificado por el acribillamiento del Estado de bienestar, cuyo castigo es la aprehensión ilegal o la desaparición forzada. Luego entonces, no es casual la implementación de salidas violentas al callejón que instituciones, fuerzas armadas, empresas y medios de comunicación se han encargado de construirle al pueblo como una caja sin respiraderos donde último fin condenado es morir ahogado, estúpido y conformado.
No. Si algo nos enseñó López Obrador es que no basta ser honesto, ni siquiera basta no proponer ningún cambio sustancial al viejo Estado burgués: las salidas electorales, pacíficas o “civilizadas”, no son salidas mientras dichas salidas estén empantanadas de corrupción. Sí, el estallido social es un derecho: la Carta Universal de los Derechos Humanos le denomina “supremo recurso” en su preámbulo:
“Considerando esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión”.
Las tácticas son concretas, en el entendido que para el capital cualquier disidencia es castigada. Pero es de la revolución de lo que estamos hablando, y no hay lugar para medias tintas. Mao Tse Tung explicó:
”La revolución no es una cena de gala. No se hace como una obra literaria, un dibujo o un bordado. No se logra con la misma elegancia, calma y delicadeza. Ni con la misma suavidad, amistad, cortesía, moderación y generosidad. La revolución es un levantamiento, un acto de violencia en el que una clase invalida a la otra”.
Y es, en el caso mexicano, la única solución aparente.
Por Alberto Buitre
losangelespress.org
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