Los nuevos rostros del viejo régimen: Enrique Peña Nieto y Angélica Rivera. Foto: Red |
A unos cuantos días del cambio de gobierno en México, el ánimo es variopinto. La cúpula del priísmo se encuentra feliz por obvias razones. Pronto nos enteraremos qué distinguidos tricolores estarán más contentos por haber sido designados a un cargo público; eso sí, con la encomienda de “sacrificarse por el país”. En el lado azul, los dirigentes panistas no sacan sus cabezas del agujero donde las colocaron desde el mes de julio. Y las izquierdas siguen viviendo así, en plural, como “las izquierdas”, sin una posibilidad real de acercamiento entre las distintas corrientes y sin importarles arrastrar con ellas a sus militantes. Un histórico del perredismo, Martí Batres, ha decidido apoyar a Morena, pero Jesús Zambrano asegura que en el PRD no habrá desbandada... claro, claro.
Los mexicanos “de a pie” están hastiados de la clase política tradicional, y ni por casualidad esperan beneficios de la próxima administración; más bien, advierten que el supuesto cambio sólo servirá para que todo siga igual. Lamentablemente, han perdido su capacidad de asombro ante las inacabables afrentas de los poderosos y saben que, sean del orden federal, estatal o municipal, y del color que se pinten, los gobernantes y sus gobiernos son generalmente malos o de plano muy malos.
En el extremo, sin aceptarlo totalmente, los ciudadanos asumen que los problemas de inseguridad, corrupción, desempleo, o violación de los derechos humanos, forman parte de una normalidad inmutable. Si a ello se adicionan otras realidades (educación y servicios de salud de baja calidad, servicios de agua y saneamiento deficientes, infraestructura en comunicaciones y transportes costosa y mal hecha, constante alza de productos básicos y combustibles, etcétera) no es difícil concluir que el futuro será igual o peor que el presente.
Habrá quien se muestre aliviado, pero será por algo más elemental: haber resistido seis años de violencia infame. El sexenio que concluye queda marcado por los asesinatos de miles, resultado de una “guerra contra el crimen” provocada por un feroz sujeto de mente delirante.
En el camino quedan niños, adolescentes y adultos, abatidos mientras jugaban o practicaban un deporte al aire libre, o mientras caminaban a casa o al centro de trabajo. Muchos fueron etiquetados como “vinculados con el crimen organizado”, y en otro momento se denominaron “daños colaterales”. Esos son los distintivos que el aún habitante de Los Pinos nunca podrá quitarse de la frente, y por los que algún día habrá de rendir cuentas. Él, por supuesto, no se considera responsable; en su desvarío, los culpables de todo este escenario de sangre, que le ocasiona, afirma, “una sensación de dolor y tristeza”, son los delincuentes.
¿Puede pensarse que la estela de corrupción, muerte e impunidad terminará cuando ese nefasto individuo deje el cargo? Si es así, debe asumirse que el gobierno que inicia el primer día de diciembre será radicalmente distinto a los gobiernos tricolores que hemos conocido, los cuales viven tan ufanos como siempre y con las prácticas de toda la vida, en las distintas entidades y municipalidades mexicanas.
Si, como afirmó el Secretario de Gobernación, cuando ellos llegaron la casa estaba llena de ratas (antes gobernó Fox; pero da lo mismo), tal parece que no hubo intención de combatirlas o, si se hizo, la estrategia fue errada. Es decir, los seres humanos, que ese funcionario llama “ratas” de manera inapropiada (¿qué daño le han hecho esos roedores para establecer tal analogía?) no sólo no fueron exterminadas, sino que prosperaron; y deambulan no solamente en los terrenos de la delincuencia “formal” sino en los de la administración pública, de la que es parte el propio secretario.
Está visto que quienes detentan el poder no pugnarán porque las cosas mejoren; ellos están muy bien con la vida que se dan, pensando en sí y para sí. Vale entonces cuestionar por qué los mexicanos no hemos puesto el remedio, eligiendo representantes idóneos o por lo menos capaces.
La inquietud crece y seguramente por eso cada vez son más quienes se convencen que los únicos motores del cambio son los ciudadanos.
La ciudadanía es un derecho a la vez que una obligación, que debe construirse y defenderse diariamente en el entorno, en la comunidad y en el país. No es algo que se ejerce únicamente cuando se vota y luego se guarda hasta la próxima elección, pues está visto que de esa manera nunca conoceremos funcionarios honestos, responsables, y comprometidos a servir a la sociedad.
El rumbo hacia un país mejor está en uno. No lo busquemos en otra parte.
Ricardo V. Santes Álvarez
losangelespress.org
Twitter: @RicSantes
*El autor es profesor investigador del Colegio de la Frontera Norte en Baja California.
Twitter: @RicSantes
*El autor es profesor investigador del Colegio de la Frontera Norte en Baja California.
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