Los periodistas de México están cada vez más dispuestos a traicionar todo aquello que su formación intelectual y los códigos éticos de la profesión representan. Lejos de mantener una función social en la que la información es un derecho y no una mercancía, les ha resultado muy fácil contaminar las mentes de sus audiencias.
En general, la traición al pueblo mexicano se ha convertido en una práctica distintiva de la clase política y de los intelectuales que los secundan por acomodarse en el círculo del poder. Aún así, se mantenía cierta esperanza y credibilidad en el periodismo crítico, aunque muchos de estos profesionales que hoy lo ejercen fueran impulsados desde las campañas salinistas con la etiqueta de “objetivos” y desde entonces no han dejado de encarecerse en el mercado de las influencias.
El escritor checo Karel Capek publicó un artículo periodístico en 1934 sobre el papel de los intelectuales en el contexto del ascenso al poder de los nazis en Alemania. Que en el contexto del PRI actual, en México, cobra mucho sentido.
“Allí donde la violencia es ejercida contra la humanidad civilizada nos encontramos con intelectuales que están ampliamente implicados en ello, e incluso hacen ostentación de argumentos ideológicos para justificarla. Ya no se trata de una crisis o de una enfermedad de la clase intelectual, sino de su tácita y general complicidad con el caos moral y político de la Europa actual […] Ningún valor civilizado puede ser obsoleto hasta que se abandona […] La decadencia de la clase intelectual es el camino hacia la barbarie de todo.” (The Spirit of Praga, 1990).
El periodismo en México se ha convertido en la reproducción sistemática de boletines gubernamentales y en entrevistas a políticos hechas a modo para imprimir en la audiencia la percepción de “señor indispensable” para la vida pública. Pero también, es un arma sicológica que vuelve invisibles a las verdaderas víctimas, y a los victimarios los convierte seres humanizados, al grado de suscitar solidaridad con éstos e indiferencia con aquellas.
Podemos identificar por grupos a los portadores de estas armas en México. Hay un grupo de periodistas que ha estado embelesado en legitimar, por ejemplo, el fraude electoral, y con la demagogia del PRI han justificado todo cuanto ha sucedido en el país respecto a violaciones de derechos humanos: terror, asesinatos, persecución política y encarcelamiento de inocentes sólo engrosan las tímidas denuncias de los familiares de las víctimas.
En estos últimos años, la violencia no ha dejado de ser la respuesta del poder contra toda esta energía en movimiento por intentar al menos una endeble democracia en la vida pública. Desde las desapariciones forzadas, presos políticos en Chiapas, atentados contra Agustín Estrada (expareja homosexual de Enrique Peña Nieto), violaciones en Atenco, masacres en Guerrero y el Noreste, feminicidios y los asesinatos despiadados de los periodistas en Veracruz, Tamaulipas y Nuevo León (territorio Zeta), entre otras miles de atrocidades, forma parte del silencio de los periodistas mediáticos.
Estos periodistas favorecen de forma directa el narcopoder para consumar la imposición de Enrique Peña Nieto, y son los que moldean las mentes dóciles de la audiencia masiva, por televisión. Los nombres y sus caricaturas grotescas circulan en las redes sociales, con una lista, mejor conocida como “Los prostitutos del poder”.
Pero hay otro grupo de periodistas que si bien no expresaron su apoyo al narcopoder, han tolerado sin ninguna objeción la violación sistemática de derechos humanos y abusos en contra del pueblo mexicano. Pueden identificarse por niveles, en cada entidad, en cada ciudad, en cada medio de comunicación. Su silencio es completamente funcional a la corrupción y al abuso de los políticos. Y un tercer grupo más exclusivo por su nivel de influencia, que es identificado con la etiqueta de objetividad e impulsa la agenda de la vida mediática mexicana.
Es comprensible que los periodistas honestos no critiquen de forma explícita el terror del estado, porque en ello va su vida y la de sus familias. Sin embargo, no todos estos periodistas quedan relegados a un segundo plano, marginados, en su silencio. Sino que se suman a la elite del régimen con cargos y condecoraciones, en algunos casos, o ayudan a la enajenación de las audiencias respecto a la tragedia que vive México. Y esto es lo más difícil de comprender cuando vemos estas imágenes absurdas de quienes identificamos con un periodismo “objetivo”.
El asesinato del hijo de Moreira es un buen ejemplo que cómo se trató en los medios y de cómo el nombre de un criminal en voz de un periodista con reconocimiento, puede cambiar la percepción en un giro de 180 grados. Este reportaje fue recomendado por Jenaro Villamil, de su casa editorial Proceso.
@jenarovillamil "Reportaje muy recomendable de @ArturoRodríguez sobre la tragedia de Moreira y la desgracia de Coahuila http://fb.me/1jYwqUXcz"
Se puede entender que su promoción responde a un intento de solidaridad con su colega. Lo que no se puede entender es porqué favorecer un velo mediático ante una situación de corrupción y crimen.
El autor dice “Como gobernador –en referencia a Moreira– solía confrontarse con Felipe Calderón: varias veces le recriminó la militarización exacerbada del país. Desde Coahuila ayudó a varios de sus compañeros de partido a ser gobernadores, entre ellos a su hermano Rubén, quien lo sucedió.”
La forma de plantear el conflicto, por parte del reportero, favorece a quien ha cometido crímenes peores. Cualquier crítico de la militarización, no lo hace reivindicador de los derechos humanos ni lo exime de sus propias violaciones. Moreira era crítico de la militarización, pero por su desplazamiento como jefe tribal que controla el tráfico de influencias en la región.
Los militares protegen a un cártel y Moreira a otro. La militarización comandada desde la PGR, abre la competencia en el tráfico y esto genera enfrentamientos. Una fuente confidencial, que antes de recurrir a Los Ángeles Press para revelar parte de esta información, recorrió varios medios en México. Ningún medio digital ni impreso quiso investigar más allá de la versión oficial. Se trata del pago que hacen periódicamente los Zetas a militares como Avigaí Vargas Tirado, director del centro de espionaje de la PGR por dar información. Ésta es la “confrontación” de Moreira con Calderón, su desplazamiento a fuerza de balas en la que le tocó al hijo.
El reportero de Proceso, Arturo Rodríguez, escribe que Moreira es “crítico de la militarización”, y que “se convirtió en víctima de la violencia que azota al país y en estos días sobre todo al norte de Coahuila. En sus palabras padece “en carne propia” el saldo de la “guerra absurda” declarada por Calderón al inicio de su mandato”.
Se insiste, Moreira no es víctima de la violencia y sus críticas no responden a los mismos motivos que de los defensores de derechos humanos.
El periodista no lo puede ubicar en el mismo plano de las niñas secuestradas de Juárez para su depredación sexual y venta de órganos, por ejemplo. O de los miles de “daños colaterales” de los que cínicamente se deslindó Felipe Calderón. Moreira no está en desgracia, como lo califica el reportero, compite claramente en el mundo del narcotráfico y su deuda al estado de Coahuila sólo representa uno de tantos crímenes que se pueden cometer en México en completa impunidad, si se pertenece a la clase política.
Llevar a Moreira a juicio es imposible, y meterlo a la cárcel por dos o tres decenios, inimaginable. Y de igual manera resulta para cualquier político del narcopoder. La forma en que sólo pueden aplacarlos, cuando su avaricia está desbordada es afectando a sus propios intereses: “su carne propia”. El ejército y la PGR aparentan estar al mando de Calderón, pero hoy más que nada necesitan demostrar que aún son los pilares del control del tráfico, aun cuando sea con ayuda de los rivales de Moreira y compañía, porque se juegan los mandos burocráticos en este par de meses con sueldos onerosos.
Si el periodista pierde vista el contexto político de esta ejecución, nos presenta, en efecto, una víctima más. Y termina contaminado la mente de sus lectores, motivándolos a inclinarse hacia un criminal. Mientras que las verdaderas víctimas siguen en el anonimato y la injusticia.
Otro ejemplo complicado de entender es la entrevista de Carmen Aristegui a Aleph Jiménez, quien fue reportado por desaparición forzada. Aristegui termina acorralando a un hombre de 32 años que le explica, aún amedrentado, el contexto de la privación de su libertad o el porqué se vio obligado a esconderse. Como quiera que sea, hubo un móvil. La periodista hace abstracción de ello y caricaturiza una grave violación de derechos humanos contra este hombre e ignora el resto.
Aristegui no se preocupa por la represión en Ensenada que dio motivo a las denuncias públicas de Jiménez. Tampoco se preocupa por el ejercicio cabal de la libertad de expresión del activista. No pregunta cómo el senador Blázquez Salinas, usurpador de la izquierda, colaborador de Jorge Hank Rhon, aparece en la escena como su “protector”. Ni tampoco Aristegui creó en su agenda un espacio para entrevistar al presidente municipal de Ensenada, Enrique Pelayo Torres, responsable de la represión el 15 de septiembre, con 19 detenidos, dos heridos y la situación no clara de Jiménez.
Tampoco se preocupó Aristegui, en su carácter de periodista, por qué los homicidios en torno a los científicos del CICESE, o porqué los dos feminicidios que fueron perpetrados a principios de septiembre no han sido investigados, pese a las alertas que ha mandado Tijuana. Por qué la ejecución del consuegro del presidente municipal que cultivaba marihuana en su domicilio. Mucho menos el acoso de paramilitares encapuchados a las comunidades indígenas, que denunciaba #YoSoy132 Ensenada. Todos estos hechos, que en total fueron nueve homicidios en una semana, no pueden extraerse del contexto y sólo “regañar” públicamente a un hombre que buscaba salvar su vida, después de que su delito fue denunciar violaciones de derechos humanos.
Son hechos que en voz de periodistas reconocidos por sus medios o por sus trayectorias, fácilmente son manipulables y mal entendidos en términos de valores y principios por las audiencias. Imágenes absurdas que trivializan la violación de derechos y libertades en México, y muestran cómo una víctima puede terminar desintegrada ante los ojos de la opinión pública o un victimario atraer la solidaridad del pueblo por una baja en su familia.
En el caso de Aleph Jiménez, incluso, Aristegui incita al coraje de sus radioescuchas contra la víctima, al mencionarle directamente sin fuentes ni referencias precisas que “dicen que hiciste el ridículo” ante la movilización de redes sociales y medios para alertar sobre el riesgo que corría. Una asociación lingüística muy grave, en voz de Aristegui, porque lleva a desarticular completamente el drama que vivió la víctima y, por ende, la solidaridad popular.
Se requiere mucha fuerza moral, pues, para resistir al narcorégimen. Sin embargo, no se justifica ninguna de estas acciones que hacen invisibles a las víctimas. Hacerlo, es traicionarlas a ellas y al pueblo de México.
Y en este contexto, desde luego que es posible ser vocero del PRI o de cualquier otro partido cómplice de sus violaciones, después de los feminicidios en Ciudad Juárez donde por veinte años no ha habido un solo culpable. Es posible cerrar los ojos, después de las masacres y fosas comunes en cada entidad donde entra el ejército y se enfrenta con los controles locales peleando por lo mismo.
Es posible seguir volteando al lado opuesto donde degüellan, mutilan y torturan a los colegas por hacer su trabajo cabalmente. Sí, es posible sacudirse el pudor y legitimar la versión oficial con cada crimen perpetrado contra el pueblo sin poder, y desde luego es posible difundir rutinariamente la versión oficial de que el narcotráfico es un ente aparte de los gobiernos locales y de la misma presidencia.
Pero lo que no es posible, es seguir siendo periodista, con los mismos principios y códigos éticos, que requiere la profesión.
Por Guadalupe Lizárraga
losangelespress.org
Octubre 7 de 2012
Foto: Tomada de Internet
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