Si todo fuera lo que se supone que tiene que ser no tendríamos Cuitlacoche.
No siempre tenemos una respuesta para todo. Quizá en educación nunca sepamos con certeza las causas concretas y ubicuas relacionadas al aprendizaje. Quizá la naturaleza humana y su cerebro sean tan complejos y aleatorios que nunca descifremos su funcionamiento causal. Además, si el cerebro es complejo la mente dice “quítate que ahí te voy”. ¿Es eso negativo? No, en absoluto.
Sin meternos a la distinción académica entre centralización y descentralización educativa, sino a las manifestaciones funcionales ostensibles, digamos, centralización en la toma de decisiones, México tiene un modelo centralista de educación; quizá de los más centralistas, centralizados y centralizadores del mundo. ¿Cuál es la causa de la centralización? Ciertamente no descansa en argumentos de política pública. Ambos modelos pueden ser empírica y teóricamente exitosos o no. Sistemas educativos los hay, exitosos y no tan exitosos; con un sabor u otro. Si medimos y comparamos a los modelos educativos por su desempeño en pruebas estandarizadas tipo PISA, México es centralizado; Chile, descentralizado; ambos son deficientes. El modelo educativo finlandés es descentralizado, el de Singapur centralizado; ambos son altamente exitosos. Los modelos educativos canadiense, australiano y estadounidense son descentralizados; sin embargo, los primeros son de alto desempeño y el último de desempeño mediocre. Entonces uno debe escudriñar en causas históricas, políticas o culturales.
De acuerdo con el trabajo seminal de Geerte Hofstade, en sus mediciones de cultura entre las naciones, México es uno de los países del mundo, donde la distancia de poder entre sus habitantes es mayor. México, en palabras de Hofstade, es un país jerárquico (http://geert-hofstede.com/mexico.html). Y la educación no es la excepción. Entonces, uno no se sorprende del modelo educativo mexicano.
El centralismo también se manifiesta como paternalismo. Digamos que el eufemismo por un centralismo de poder es paternalismo. Y paternalismo, a su vez, es un subterfugio por lo que Howard Gardner llamaría prótesis del lóbulo frontal. En otras palabras, padres sobreprotectores crían hijos inútiles.
Entonces, cuando escucho expresiones como “las escuelas de México no están listas para una autonomía real” o “los directivos no sabrían tomar decisiones que tienen que ver con tecnología, operación, pedagogía y administración porque no están preparados” no me sorprenden, pero tampoco me gustan. En consecuencia, “papá” gobierno, que lo sabe todo, puede todo y financia todo, interviene “paternalmente” para que las escuelas y sus directivos y colectivos sepan qué hacer, cómo hacerlo y con qué hacerlo.
Un pueblo de ignorantes—corre el argumento—no tiene la capacidad de discernir por dónde ir. Mi contestación va en el sentido contrario. Si tan sólo porque después de 90 años de paternalismo-centralismo (en los temas esenciales) con soluciones imaginadas por un séquito de ilustres, ostentamos un sistema educativo que sí se ha subido al tren de la cobertura (tardíamente) pero que ha llegado tarde a la cita con la calidad.
Mi respuesta también descansa sobre el argumento de que con frecuencia vale la pena invertir en el desarrollo de la confianza, la responsabilidad y la innovación. Aún en los casos que estos rasgos ocasionen resultados diferentes a los buscados o esperados, o “echados a perder”. El mismo proceso de la autonomía y capacidad de tomar decisiones propias (“empoderamiento”), fomenta crecimiento. Por el contrario, un proceso solapado, protegido, encapsulado y ordenado, en realidad no es crecimiento, es pantomima. Y la consecuencia es que los protegidos no crecen, no maduran, no evolucionan. No se llega lejos si se sabe adonde se va.
La inversión en autonomía, personal e institucional, es el mecanismo más poderoso para crecer. Un contraargumento es que las cosas se pueden echar a perder o que las decisiones o innovaciones pueden ser dañinas o costosas. Bueno, eso nunca lo sabemos a priori. Vale la pena el riesgo. Pero según Hofstade, para colmo de males, somos una sociedad adversa al riesgo y a la incertidumbre.
Si así fueran las cosas, que el riesgo a descomposición frenara nuestra acción, el maíz nunca habría llegado a cuitlacoche. Un parásito negruzco de aspecto desagradable, cuya sola vista ocasiona repulsión, tiene un valor en el mercado muy superior al de su desafortunado anfitrión y un sabor en el paladar digno de cocinas mexicanas, de abolengo y novel.
Con una actitud cerrada hacia el crecimiento y el cambio innovador, inesperado e imprevisible, la ciencia y el arte nunca evolucionarían. Echando a perder se aprende y, a veces, “lo echado a perder” vale más, mucho más.
Así que vale la pena invertir para descubrir, para innovar, para crear, para probar. No podemos ordenarle a las personas que sean creativas: “sé creativo”; pero sí podemos invertir en sistemas educativos, científicos y tecnológicos donde la curiosidad sea un valor, donde el asombro sea un estímulo, donde el entusiasmo por lo nuevo, lo diferente, lo distinto sea premiado; donde lo inesperado o poco probable sea consecuencia de una fuerte inversión de educación, ciencia y tecnología.
En educación, en ciencia y en tecnología, no sólo el resultado es lo importante sino el método para obtener el resultado. Con frecuencia, el resultado inesperado es mucho más valioso que el buscado.
Los sistemas más modernos de educación escolar incorporan en sus modelos de evaluación de los educandos la forma en la que los pupilos avanzan en su formación y aprendizaje, los métodos que utilizan, la lógica de sus avances y descubrimientos, los intentos de nuevos intentos, es decir, los secretos del proceso de aprendizaje.
Apenas estamos en los albores de una ciencia del aprendizaje que nos ha hecho transitar de una pedagogía de la enseñanza a una pedagogía del aprendizaje. En la esencia de este cambio está la pasión por la innovación, por la autonomía, por el trabajo cooperativo, que permitirá el desarrollo de muchos y nuevos cuitlacoches.
Por Eduardo Andere
educacionadebate.org
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