Foto: Telam |
En México ha perdido fuerza, reconocimiento, capacidad de convocatoria, la izquierda y sus partidos. Los que en su origen se declararon sin ambigüedades “de izquierda”. Y es más llamativo, si se considera al mismo tiempo que cuando otro partido se proclama “de derecha”, posee un grado de precisión que produce la envidia de quienes desearían poseer tal claridad.
En estos movimientos, el PRD, el PT y Movimiento Progresista, que han salido con un saldo negativo son indudablemente la posición de izquierda en este país. Pero en el caso del PRD, su movimiento al centro hace diez años quedó como un repliegue nada táctico. Hoy sus movimientos a la derecha, parecería ya una retirada definitiva. En los otros dos partidos, la entrada de políticos de derecha usurpando curules y espacios políticos sin la oposición de los dirigentes de izquierda revela una muestra clara de la crisis que vive la izquierda. Puede observarse, pues –con satisfacción para unos y con nostalgia comprensible para otros– que México tiene un hueco a la izquierda.
Es un lugar común evocar el papel jugado en la producción de este boquete por la caída del “socialismo realmente existente”. Pero el referente permitía a “la izquierda” autoafirmarse como no utopistas; lo “realmente existente” de esa izquierda podía suscitar controversias y luchas intestinas, pero se sabía después de todo que había algo que liberaba la acusación de los soñadores. (Los soñadores no construimos pesadillas).
Frente a un mundo –el capitalismo– con una “lógica inherente”, dominado por el afán de ganancia, en algún lugar del planeta se luchaba por modificar esa marcha de otro modo ineluctable. Ser de izquierda, en ese imaginario, era luchar por/con/contra/ el destino. Podía reivindicarse una bandera a nombre de cualquiera y de todos: el universo podía estar inclinado a la izquierda o ser inclinado a la izquierda. Allí donde había una injusticia, donde el imperialismo recrudecía las condiciones de las “clases oprimidas”, allí el ser de izquierda tenía sentido.
Hoy en México, la cuestión aparece con un tono nada heroico. Y tiene que ver con lo que le ha ocurrido a “la política”. La política se resiente cuando los políticos actúan. El desprestigio de los políticos ha arrastrado tras de sí a la política, de manera que ésta ha perdido la nobleza de su significado originario (la consideración especializada y comprometida con la polis, con nuestro hábitat común). Hoy la política es la sede del contubernio, la intriga, los intereses privados que se embozan en una máscara de preocupación por todos, el chantaje.
Exhausta la política mexicana, parece dominada por “una mala conciencia”, según la expresión de Jankélévitch: esa flama tenue que monta la guardia y de vez en cuando atormenta en las noches de insomnio. La política mexicana ha reunido a su alrededor las imágenes de la polarización, la radicalidad irrazonada, el antidiálogo, la traición, la mentira, el abuso, en suma, todo aquello que suscita desconfianza ciudadana.
El desprestigio de los políticos ha arrastrado tras de sí a la política
Con esta lógica, parecería que se encaminan a un país sin izquierda, donde sólo los aceptados, los perredistas, los petistas, los del movimiento progresista, tienen legitimidad para el diálogo, los constructores de la “nueva institucionalidad”, como dicen ahora con ese tono naive e insufrible los estetas de la simulación. Sin embargo, no parece este escenario que sea ni duradero ni ajustado a las expectativas de la grave situación nacional.
La izquierda no puede permanecer en la posición de izquierda si en su funcionamiento extirpa lo que le da identidad. Dirán que en realidad se trata de conferirle una nueva dimensión, de entender la política como el ámbito del diálogo y del entendimiento y para ello hay que renunciar a los viejos códigos. Puede ser, pero hoy entre los políticos mexicanos, dialogar es el nuevo eufemismo de “transar”, con todas las connotaciones que posee nuestro universo cultural (y que, por supuesto, no son gratuitas).
La nueva construcción semántica a la que aspira la izquierda requiere una respuesta al por qué renegar ser de izquierda, qué tiene serlo. ¿Por qué los ciudadanos debíamos confiar en estas fuerzas políticas que se dicen “de izquierda”, que perjura, que excluye y se mueve a la derecha, que entra en componendas con un gobierno ilegal y de cuestionable legitimidad.
¿Cómo debe ser, desde el punto de vista de la izquierda, el estado mexicano hoy? No basta decir con ojos iluminados ¡democracia! Porque ello no establece la diferencia con su opuesto. ¿Cómo debe, según los partidos de izquierda, “actuar” el estado frente a su profunda descomposición y frente a la imposición de un gobierno emanado de la corrupción y la narcopolítica? Y para ello no basta tampoco “el imperio de la ley” ni honestidad ni probidad, ni siquiera el compromiso con los desfavorecidos. Aquí se espera una izquierda técnica y políticamente competente para, conservando la diferencia, construir la posición que permita auto-describirse apropiadamente a los retos que tenemos como nación.
Más aún, cómo van a sacar al país del hundimiento en el que se encuentra, para lo cual, evidentemente, no basta un nuevo modelo económico ni las alegorías de la soberanía sustentada en la petrolización del imaginario social. La pregunta es ¿cómo la izquierda puede reconstruir la historia de una sociedad simbólica y materialmente destruida cada vez más?
Si hoy, hay un hueco a la izquierda para empezar, el desprestigio de la política al seguir acompañando a los políticos, está carcomiendo el futuro no sólo de la izquierda, sino del sistema político en su conjunto: un juego de suma-cero, donde todos perdemos. La vida pública del país está sedienta de nuevos sentidos, y los ciudadanos mexicanos no esperarán una revolución semántica que se encargue de recoger con eufemismos los despojos de su país.
Por Guadalupe Lizárraga
losangelespress.org
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