Síntesis de la Ponencia “De repúblicas amorosas, milpas y
carnavales”, presentada por Armando
Bartra, en la mesa Ética y pensamiento crítico, de Los grandes problemas
nacionales. Diálogos para la regeneración
de México:
“En 2012 la disyuntiva es continuar en la República del odio
gestada en los gobiernos del PRI y abismada en los del PAN, o construir una
República solidaria y fraterna, una República amorosa. Y la disyuntiva es de
naturaleza ética.
La guerra contra el narco que emprendiera el gobierno de
Calderón, y a su modo prometen continuar los candidatos del PAN y del PRI, es
muy semejante a lo que describe con ironía Charles Dickens en El misterio de
Edwin Drood: “Su filantropía olía a pólvora (…) Había que abolir la guerra,
pero declarándola antes encarnizadamente a aquellos que la fomentaban (…) Era
menester establecer la concordia universal, pero para ello había que exterminar
a cuantos no quisieran ponerla en práctica”. A esta filantropía iracunda,
Andrés Manuel López Obrador opone la reconciliación y llama a construir una “República
amorosa” ¿Ocurrencia de campaña?, ¿confusión conceptual?, ¿ingenuidad política?
Nada de eso.
Según Hanna Arendt, a diferencia de los principios de la
moral individual, los conceptos de perdón, respeto, promesa y amor –empleados
reiteradamente por López Obrador– “corresponden a la condición humana de la
pluralidad (pues) se basan en la presencia de los demás”, de modo que se trata
de principios de ética política. Si bien para la filósofa alemana el amor
pertenece a una esfera superior: “El amor no es mundano, y por esta razón (…)
no sólo es apolítico sino antipolítico, quizá la más poderosa de las fuerzas
antipolíticas humanas”. Nada nos impide apoyarnos en la fuerza antipolítica del
amor para avanzar hacia una pospolítica, hacia una sociedad basada en el
reconocimiento radical del otro como el que propicia la “pasión” y el
“desinterés” propios del amor.
Resumiendo: el respeto por el otro es un imperativo ético,
el reconocimiento de la pluralidad sociocultural que conforma nuestro país, una
urgencia política, y la construcción de un marco legal que consagre
jurídicamente los derechos de los diversos grupos étnicos –originarios del
continente o no– es una perentoria necesidad institucional.
Ni en México ni en el mundo es bueno apostar por la
atomización social, de modo que habrá que desguanzar la opresiva articulación
hegemónica a la vez que urdimos nuevas convergencias nacionales y globales de
los diversos. El egoísmo identitario es de derecha y encarna en los racistas
anglosajones, los suprematistas blancos, los neofascistas. El pluralismo de los
oprimidos, en cambio, es generoso: afirma nuestra pertenencia a la muchedumbre
humana bajo la forma de la diversidad solidaria, polifónica, danzante; bajo la
forma de la milpa.
México está roto, quebrantado. Expresión mayor de la
agobiante crisis es la pérdida del sentido de pertenencia a una nación
económica, social y políticamente colapsada en la que ya no nos reconocemos.
Recuperar la identidad que nos cohesionaba es asunto de vida o muerte; no la
engañosa “unidad nacional” en torno de la nefanda “guerra de Calderón” sino la
efectiva convergencia de los mexicanos –todos– en torno de un gran proyecto de
regeneración nacional.
Un proyecto que será ético no por convocarnos a ser buenos
sino por incorporar la dimensión moral en los asuntos mundanos.
En vez de la desalmada dictadura del mercado los mexicanos
necesitamos una economía moral y solidaria; en vez de un desarrollo entendido
como crecimiento de la producción a cualquier precio, necesitamos vivir bien y
promover el florecimiento humano: un despliegue de nuestras potencialidades
cuyos indicadores son la libertad, la justicia, la dignidad, la felicidad y no
los llamados “fundamentales” de la economía.
“…hagamos de México una República amorosa, sí, pero también
una República risueña, una República humorosa.
“Sonríe, vamos a ganar”, decíamos hace seis años. Hoy, yo
les diría: “Rían, porque si ese a todo somos capaces de reír, ya ganamos”.
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